Dicen los expertos que el acoso escolar se ha convertido en una lacra muy dolorosa para los jóvenes que sufren, casi siempre en silencio, las burlas de sus compañeros de estudios, que pueden comportarse como unos verdaderos cabritos. El daño que producen en la salud ... de las víctimas ha provocado que varias asociaciones de padres de alumnos y organizaciones no gubernamentales hayan propuesto que el próximo 3 de mayo se celebre un Día Internacional contra esta práctica que a veces perjudica muy severamente a quienes la padecen. El asunto es tan grave que los progenitores, ante el deterioro que observan en su hijo o hija víctimas de esta desgracia, no saben muy bien cómo atajar un asunto que en ocasiones se 'resuelve' de manera trágica.
En un revelador artículo sobre el tema publicado no hace mucho en El Norte de Castilla, su autor, Alfonso Torices, denunciaba que «España tiene un grave problema de acoso escolar y colegios e institutos no hacen lo necesario para prevenirlo o atajarlo». Por si la cosa no quedaba clara, el autor añadía una cifra espeluznante: «Uno de cada cuatro escolares de primaria y secundaria son víctimas de algún tipo de bullying», palabro que la Academia traduce como acoso, y que actualmente suele llegar a través de las redes sociales.
A pesar de que no debe ser fácil controlar y erradicar este mal que parece estar bastante extendido en numerosos centros escolares de todo el país, quienes lo soportan pueden encontrar en esas mismas redes cientos de páginas y estudios destinados a combatir la persecución sin tregua contra los más débiles o más influenciables. Otra posibilidad a la que suelen recurrir los padres es llevar a la criatura a la consulta del sicólogo, que algo podrá hacer para aminorar o eliminar su sufrimiento. Los hay incluso que denuncian la persecución en los Juzgados, aunque no tengo noticia de ninguna sentencia firme y ejemplar por este grave asunto.
Uno de los mayores expertos en el tema es don Ramón Ubieto, sicoanalista y sicólogo que revela que «hay centros con planes de convivencia y con docentes sensibilizados y formados, y otros donde se trata de negar la existencia de cualquier conflicto pensando, vanamente, que así el problema se esfuma. Creo que todos los centros deberían ser conscientes de que este problema existe».
La parte buena de las redes que algunos utilizan para acosar es que hay multitud de páginas que ofrecen a las víctimas remedios y direcciones de expertos en depresiones y similares, lo que contrasta una barbaridad con las pocas salidas que teníamos los martirizados de hace sesenta años, porque el problema es más viejo que las cataplasmas contra la artritis. Hoy, la RAE define ese acoso como una práctica que consiste en «dispensar un trato vejatorio y descalificador a una persona con el fin de desestabilizarla psíquicamente». Confieso que sufrí sus consecuencias mucho antes de saber que, por el mero hecho de ser miope, el acoso tenía un nombre tan finolis como 'bullying' lo que no me libraba de ser un gafotas, cegato, cuatrojos y otras lindezas, que en principio no me molestaban pero siempre eran vejatorias. Además, no podía quitarme los lentes para defender mi 'honor' porque si lo hacía no veía al oponente y me las llevaba todas en el mismo carrillo. Si mi santa madre salía a defenderme era, además de cegato, «mariquita escondido bajo las faldas de mamá», frase que con cinco o seis años no entendía. No obstante, mi progenitora, tras comprobar que los curas y maestros del cole quitaban importancia al asunto alegando que eran «cosas de chiquillos, no haga usted caso», me dio un consejo que me ayudó bastante: «hijo, cuando te acerques a un grupo de los que te insultan, coge una piedra grande y llévala de la mano. Si se callan al pasar tú, sigue andando, y si se meten contigo, primero se la enseñas, luego se la tiras y te echas a correr». Aunque solamente lo hice un par de veces, funcionó.
Tomo un café con Toñín Ramírez, excolega de Cristo Rey y cegatón como servidor, y aunque con él los chulitos de la clase eran menos valientes porque nos sacaba una cuarta de altura a todos nosotros, reconoce que no siempre se libró de los abusadores; «de todas formas, di en el artículo que no solo eran los alumnos los que te vacilaban, sino algunos profesores como aquél Don Jorgito que citaste un día por llevar a hombros un transistor más grande que él». Se refería a un profe gilipollas que cuando sacaba a la pizarra al más miope decía que le recordaba a «los gigantones del Ayuntamiento, que ven por la bragueta». Sin embargo, en aquel cole de curas formados en la fe y la caridad, los miopes no éramos, ni de coña, los únicos vituperados, tal y como me recuerda mi compadre Jacinto Valles, que hablando de estos temas me confesó que las había pasado canutas por ser cojo. «Canta, todos los días me caían la del pulpo porque era cojitranco, patapalo, renco, pirata, tullido, lisiado, correcaminos, paticojo… Me cago en sus muertos».
Pero, además del bullying escolar, la Real Academia se ocupa también del acoso laboral, tan grave o más que el otro porque consiste en «someter a un empleado a presión sicológica para provocar su marginación». Y a veces, la locura, y sé de lo que hablo. Vamos, que no son chiquilladas, sino cabronadas de jefes adultos para amargar la vida de sus empleados. Muchos años después de haberme librado de aquella historia de las gafas, tuve la mala suerte de ser acosado en mi puesto de trabajo (que dejé después de treinta años de ejercerlo, sin despedirme ni esperar liquidación alguna) por la persona más cateta, inculta y abulto que he conocido en mi vida. Bien sabe Dios que no le deseo ningún mal: solamente que se muera y después se pudra en el infierno. Y por si acaso no existe, que le duelan todas las muelas por el resto de su existencia, sin alivio ni remedio posible: a todas horas, todos los días, todos los meses… Reconozco que estos deseos míos son también un acoso en toda regla, pero el mundo me hizo así, y no me arrepiento.