Antonio de Torre
Tiempos modernos

Fumar ya no es un placer

Recordé que estaba permitido darle al pito hasta en las habitaciones del Hospital Clínico Universitario donde servidor llevó en varias ocasiones un cenicero azulón (regalo de la compañía aérea Air France) a mi señor padre

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Lunes, 12 de febrero 2024, 00:13

Aunque debería estar curado de espantos y noticias alarmantes, hace poco leí una de esas que, por muy repetidas que sean, sobresaltan. La misma procedía de un laboratorio llamado Adamed y titulada con una frase que llamaba la atención: «Cada ocho minutos y medio fallece ... en España una persona por consumo de tabaco». Aunque hace muchos años que dejé este vicio (y casi todos los demás), recordé que, al menos en mi familia y entre mis mejores amigos hay media docena de fumadores empedernidos a quienes dicha farmacéutica patrocina una campaña de concienciación con un eslogan bien ingenioso: «Manda al tabaco a por tabaco…, y que no vuelva». Las charlas programadas para intentar frenar el tabaquismo estaban a cargo de varios profesionales expertos en neumología y otras especialidades relacionadas con el fumaque.

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Para abrir el campo del conocimiento me cité a tomar un café con el doctor Barros que me honra con su amistad desde que entró Franco en Madrid. Según su criterio quizá sea «un poco exagerado lo de los ocho minutos y medio, pero el tabaco es un peligro real que todos deberíamos tener en cuenta». Cuando le recordé que él era médico y seguía fumando a pesar de los males que provoca se sinceró: «Yo no tengo que dar ejemplo, solo recordar a quien me pregunta que es un vicio perverso y dañino a más no poder; dicho lo cual, la responsabilidad es enteramente suya».

Para no quitarle la razón (porque la tiene) aprovechando lo mucho que sabe el doctor de estas cosas le suelto mi idea de que «por desgracia algunos chavales empiezan a fumar muy jóvenes», lo que provoca una respuesta que no esperaba: «a ver, Canta, ¿cuándo empezaste a fumar tú?» y no tuve más remedio que mentir como un bellaco confesando que di la primera calada a los 18 tacos, aunque de verdad empecé con quince.

Juntos recordamos que en la época en la que él y un servidor dimos las primeras caladas con sus toses correspondientes era un tiempo en el que se fumaba en todas partes, excepto en los cines; esto es: dentro de la sala porque, según recordó el doctor amigo, porque durante el descanso de la película «en el vestíbulo el aire estaba más viciado del que se supone que hay en el infierno con las calderas de Pedro Botero funcionando a toda pastilla». Aunque he leído en alguna parte que en determinadas ciudades se permitía darle al pitillo incluso en la sala de proyecciones, los adictos al tabaco podían hacerlo en los trenes de la Renfe, que incluso llevaban ceniceros en cada departamento; en la mismísima consulta del médico porque el primer 'vicioso' podía ser el propio galeno. Y, ya puestos, recordé que estaba permitido darle al pito hasta en las habitaciones del Hospital Clínico Universitario donde servidor llevó en varias ocasiones un cenicero azulón (regalo de la compañía aérea Air France) a mi señor padre, que por aquel entonces ya incubaba su cáncer de pulmón.

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Ni que decir que si tal cosa estaba permitida en zona hospitalaria, se ejecutaba con naturalidad en todas las oficinas de cualquier ministerio, incluyendo el de Sanidad (si es que existía entonces) y, como me recordó mi amigo Jesusín Alba, «donde se fumaba un montón era en los tanatorios, aunque el fiambre la hubiera espichado de tabaquismo agudo». Por supuesto que lo más natural del mundo era hacerlo en los coches de línea, que si mal no recuerdo llevaban el cenicerito adosado al respaldo del asiento delantero. Sin olvidar los pitos que se fumaba cualquier juez o magistrado mientras presidía, aburrido como una ostra, el desarrollo del proceso.

Toda esta 'familiaridad' con el pitillo ha cambiado bastante desde que el Chuchi y servidor recordamos a don Vicente, el maestro-escuela que hacía lo posible por desasnarnos pero que «fumaba a todas horas en clase y cuando la colilla empezaba a tostarle el bigote, la tiraba a la estufa y al poco encendía otro». Era tanta la familiaridad que había con este vicio que desde el profesor a los mocosos del aula nos parecía normal que este profe o cualquier otro «nos mandara al estanco a por tabaco para él, recado que hacíamos encantados porque solía caernos unos centimillos de propina». Ninguno de los presentes fuimos capaces de recordar qué Gobierno de la nación prohibió fumar en lugares públicos, pero entre el veto y lo obedientes que somos servidor no ha visto a nadie encender un pitillo en ningún bar, cantina o restaurante. Como los dos somos parroquianos fijos del bar Lorenzo, nos entró la risa floja imaginando la reacción del dueño si chiscáramos un pito en la barra y delante de él. No obstante, Jesusín acabó con la fantasía recordando que, afortunadamente, ninguno de los tres somos fumadores a día de hoy «y tampoco es cuestión de ponernos a toser como perros solo para cabrear a Lorenzo, que no necesita mucha tralla...».

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Gracias a aquella prohibición que entró en vigor el 2 de enero de 2011 ya no se puede fumar ni en bares, ni en restaurantes (ni siquiera una faria…), ni en tiendas de ultramarinos ni en oficinas públicas o privadas. Pero a pesar de que han pasado la tira de años, mi colega de tertulia 'lorenzana' se rebela contra la medida, porque según él «ni siquiera las bodas son lo que eran antes: ahora, lo normal es que los novios lleven varios años viviendo juntos o incluso con un par de vástagos, y aunque las comidas han mejorado el padrino ya no recorre las mesas ofreciendo habanos a los invitados, que todos cogían aunque se los llevaran guardados en el bolsillo alto de la americana».

Solo por hacer una gracieta invito a una consumición a quien se acuerde de aquella jaculatoria que decía: «Fumadores que fumáis y que del vicio vivís ¿por qué no compráis tabaco lo mismo que lo pedís?». Únicamente Luis El Cagueta respondió de manera correcta: «Fumadores que fumamos y que del vicio vivimos, no compramos tabaco por que nos lo dan los primos».

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Y como esta vez el primo fui yo por poner pruebas facilonas, pagué las cañas y entre todos conseguimos que Lorenzo se estirara invitando a unos 'cachueses' sin polilla…

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