Al fondo hay sitio
Tiempos modernos ·
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«Un tiempo en que, además del conductor, viajaba siempre un cobrador que despachaba el tique durante el recorrido y cuyo precio, si mal no recuerdo, era distinto según la etapa elegida»Para nada me sorprendió leer no hace mucho que en Castilla y León había crecido más de un veinte por ciento el número de usuarios de los autobuses urbanos, y aunque no conozco a fondo los que circulan en otras ciudades, la flota de Valladolid es de las mejorcitas. Pese a no ser usuario habitual de esta forma de transporte (los que vivimos en el centro no necesitamos venir porque ya estamos…), creo que la renovación de la misma es todo un acierto porque es cómoda, silenciosa y respetuosa con el medio ambiente gracias a los buses eléctricos. Las rutas están bien diseñadas y permiten moverse de una punta a otra de la capital a precio asequible y más aún si se utilizan los bonos de transporte, recargables en multitud de sitios. No obstante, para que no me llamen pelota o crean que Auvasa me ha premiado con el título de Usuario de Honor, repito una pega que he comentado varias veces: sus responsables deberían explicarnos en qué momento el dinero contante y sonante dejó de ser de curso legal en el bus, donde hay que pagar con tarjeta o con un billete retirado previamente en las máquinas automáticas repartidas por la ciudad.
No sé qué sucedería si un viajero pusiera euro y medio en la bandeja del conductor y éste se negara a echarlo al cajón y ordenara al usuario apearse por querer pagar de esa manera. Entendería que para no perder tiempo con las vueltas se recomendara llevar el importe exacto y evitar tocar la pasta, tan sucia como deseable, pero si los ciudadanos tuviéramos que untarnos con gel hidroalcohólico cada vez que pagamos algo y cogemos la vuelta, tendríamos las manos como una lima de desbastar. En fin, si un día lo pruebo, les contaré cómo acaba la aventura, aunque dudo que la Policía Municipal termine sacándome a rastras del vehículo con esta cara de bueno.
Esta manera de viajar por la ciudad en vehículos silenciosos, limpios, con aire acondicionado, frecuentes y puntuales gracias a los paneles que nos informan del tiempo que tardará en llegar el próximo, es una gozada que contrasta mogollón con los buses de mi infancia y de miles de usuarios que hayan cumplido el medio siglo, o incluso más. Hablo de un tiempo en que, además del conductor, viajaba siempre un cobrador que despachaba el tique durante el recorrido y cuyo precio, si mal no recuerdo, era distinto según la etapa elegida. Si ibas de principio a fin, la tarifa era la máxima, pero si montabas a mitad de camino el viaje salía más barato, dependiendo del trayecto. Si la chola no me falla, el recaudador llevaba los billetes en un estuche metálico y ordenados para despachar el que correspondiera en cada momento.
Para ayudarme a refrescar la memoria quedo a tomar un chisme con mi amigo y antiguo vecino Emilio Soto que, además de acordarse de todos esos detalles, me cuenta otros que estaban escondidos en lo más hondo de mi cabeza. «Cuando escribas el artículo recuerda que muchos de aquellos buses no llevaban puerta trasera o la llevaban siempre abierta para que cupieran más viajeros, que a veces íbamos como sardinas en lata». Por si faltaba alguien en el bar del barrio donde nos vemos aparece Luis El Cagueta, que añade un detalle a eso de la puerta: «cuando iba abierta cruzaban una cadena para evitar caídas a la calzada», revelación a la que agrega una frase ilustrativa: «viajábamos como ganado». Juntos los tres, recordamos las dos frases más repetidas del cobrador: «al fondo hay sitio» y la orden de arrancar que lanzaba al conductor: un rotundo «¡vámonos!», tras lo cual el vehículo se ponía en marcha. Ni que decir tiene que buena parte de aquella flota llevaba poquísimos asientos para aumentar la capacidad de viajeros, y que las averías eran frecuentes lo que obligaba a los usuarios a terminar el recorrido a patita o en el coche de San Fernando: un rato a pie y otro andando…
Cuando algún pasajero quería apearse en la parada más próxima a su destino tenía dos formas de lograrlo: tirando de un cordón que cruzaba a lo largo todo el vehículo y hacía que sonara una campanilla cerca del chófer o gritando «por favor, páreme en la siguiente». Ambos sistemas eran válidos y cumplían el cometido de detener en el sitio elegido aquellos autobuses gestionados por la empresa Hermanos Carrión, sustituida hace más de cuarenta años por la actual Auvasa, de propiedad municipal.
Pero los cambios en la manera de desplazarse de un lugar a otro usando medios públicos no solamente se produjo en Valladolid sino en las conexiones de esta ciudad con la provincia, que tiempo atrás o se hacían andando o en carro. Tal y como recordaba mi buen amigo Quique Berzal en un reportaje sobre los transportes públicos de la capital se crearon cuatro líneas que permitían viajar»a numerosos municipios de la provincia». Como no soy tan mayor como para haber asistido a la inauguración de las mismas, debo fiarme de mis recuerdos de mocoso que con doce o trece años iba en coche de línea desde Pucela hasta Arrabal de Portillo. Mi colega Chuchi Pintado, exvecino de La Cuesta, jura por sus muertos no añorar «aquellos trastos que salían de la calle Teresa Gil y que cuando no había asiento para todos los pasajeros colocaban un par de banquetas donde nos sentaban a los más canijos». No hace falta decir que las banquetas en cuestión no iban ancladas al suelo, con lo que cualquier frenazo provocaba la caída del usuario, que rara vez se quejaba «porque las cosas eran así». Y porque todavía faltaban algunas décadas para hacer obligatorio el cinturón y encargar a la Guardia Civil la vigilancia en las carreteras…
Tengan la certeza de que podría seguir desgranando recuerdos de aquellos buses con cadena en la puerta trasera para evitar caídas o de los otros que me permitían veranear en Arrabal; de aquellas tartanas que cuando echaban humo por el radiador había que rellenarlo con agua de la garrafa que los chóferes llevaban a mano. Pero llegado a este punto les sugiero que cumplamos juntos, ustedes y un servidor, la orden tajante del señor Severino, uno de los cobradores urbanos: ¡Vámonos!
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