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«Si la policía supiera lo que yo sé del crimen, a alguien le iba a costar caro...». La frase, pronunciada por un borracho en la cantina «El Heliodoro» del barrio de Pajarillos, puso sobre la pista al sargento de la Guardia Civil, Graciano Pedruelo. Era la pieza que faltaba para ordenar aquel trágico rompecabezas. Todo comenzó el 16 de febrero de 1922, fecha exacta del terrible descubrimiento, en una casa del pago del Arca Real, del cadáver de María Ángeles Prieto Pérez, de 22 años. El guarda del Canal del Duero, Francisco Carranza, se topó con la horrible escena cuando iba a recoger un carro que el padre de María Ángeles le había prestado. La joven tenía una soga anudada al cuello y un pañuelo fuertemente atado a la garganta. Los primeros detenidos, un mendigo que merodeaba por la zona y el novio de la infortunada, Nicomedes Tascón, fueron puestos en libertad a las pocas horas.
La primera pista sólida la desveló El Norte de Castilla el día 19: un cartero que estaba en la cantina de la Estación del Norte entabló conversación con un mendigo, que le ofreció un reloj. Creyendo que se trataba de un objeto robado, aquel avisó a la policía y el mendigo, una vez interrogado, aseguró que trabajaba como jornalero y que se lo había encontrado por casualidad. Lo dejaron marchar. Poco después, sin embargo, se supo que el reloj había sido robado de la casa de María Ángeles. Había comenzado la búsqueda del «hombre del reloj».
En esas estaban cuando el 23 de febrero, un hombre se acercó al cuartelillo de la Guardia Civil del Arco de Ladrillo para reproducir la confidencia del borracho de Pajarillos. El sargento Pedruelo detuvo enseguida a tres individuos: Mauro Martínez y Marcial Salvador, empleados del crematorio municipal, y Justiniano Gómez Piedrahita, un joven de 25 años que trabajaba en una fábrica de cervezas de la capital. Tras un intenso interrogatorio que duró desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada, los dos primeros quedaron en libertad y Justiniano «cantó».
Según su declaración, todo comenzó el 15 de febrero, después de encontrarse en la Plaza de la Circular con Valeriano Rojo Isabel, alias «El Diablillo», que resultó ser «el hombre del reloj». Mientras cenaban en la cantina «El Checa», del barrio de La Pilarica, «El Diablillo» le contó que había servido en la casa de los padres de María Ángeles y que estos tenían ahorradas 250 pesetas para comprar una chota. Acordaron ir al día siguiente, a las nueve de la mañana, y perpetrar el robo. Pero fue un desastre: por más que buscaron, no hallaron el dinero por ninguna parte. A punto estaban de huir con un miserable botín consistente en un reloj de pulsera y una manta cuando, de pronto, apareció María Ángeles con una brazada de hierba. No lo pensaron dos veces: Justiniano la sujetó los brazos por la espalda y «El Diablillo» la asió de los pies y la derribó.
«¡Madre mía!», gritó la infortunada antes de que la metieran un pañuelo en la boca y la apretaran el cuello hasta asfixiarla. Acto seguido condujeron el cuerpo sin vida hasta la cuadra, pretendiendo simular que había sido un suicidio, y huyeron por la carretera de Madrid. Se deshicieron de la manta en una huerta situada junto al cuartel del Conde Ansúrez y caminaron hasta la Estación del Norte, donde separaron sus caminos. Justiniano se adentró en la ciudad mientras «El Diablillo» esperaba al tren que lo llevara a Bilbao. Pero solo pudo llegar hasta Langa de Duero, provincia de Burgos, donde lo detuvo la Guardia Civil. El caso había sido resuelto.
¿Quiénes eran los asesinos? Justiniano había nacido en Curiel de Duero y antes de trabajar en la fábrica de cervezas había sido minero en Santander, donde conoció a «El Diablillo», y en una buñolería de la calle de la Mantería. Se trataba de un «joven de recia complexión física que posee unas fuerzas extraordinarias, pero tiene escasa inteligencia: un bárbaro algo inconsciente», señalaba este periódico.
A Valeriano, sin embargo, lo tildaban de hombre con «malos instintos desde pequeño». Nacido hacía 30 años en Quintanilla de Abajo, de baja estatura y pelo rizado, se había separado de su primera mujer y acababa de tener un niño con su amante, a quien maltrataba. Trabajó como minero en Basurto (Bilbao) y Cabárceno (Santander) y tenía antecedentes penales por varios robos. «Es un malísimo sujeto de quien podría temerse todo», aseguraba el periodista. Ambos reconocieron los hechos en el juicio, celebrado a finales de mayo, si bien se acusaron mutuamente tanto de la idea del atraco como de la muerte de María Ángeles. Pese a los esfuerzos de los abogados defensores, que trataron de atenuar la pena aduciendo falta de intención en el asesinato, embriaguez en el caso de Valeriano y «miedo insuperable» en el de Justiniano, fueron condenados a la pena capital y a pagar una indemnización de 5.000 pesetas a la familia de la víctima. «Los dos reos lloraron amargamente, con la vista fija en el suelo».
El abogado defensor, Eduardo López Pérez, se afanó entonces en conseguir el indulto. Concitó a las fuerzas vivas de la ciudad, desde el alcalde al arzobispo, sumó a los representantes en Cortes, al Colegio de Abogados y al Círculo Liberal romanonista, y lo logró: a finales de marzo de 1923, el rey Alfonso XIII firmaba la conmutación de la pena de muerte por la de cadena perpetua. La ciudad acogió la noticia con agrado, pues, como señalaba este periódico, «la piedad y la conmiseración no son incompatibles con la recta justicia que ya se ha hecho con todo rigor en este crimen».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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