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EFE
Tiempos modernos en Valladolid: De Eleuterio a Francisco

De Eleuterio a Francisco

Tiempos modernos ·

«Los abuelos de hoy hace siglos que dejaron atrás los estereotipos del viejo gruñón que alimentaba la tos perpetua»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 26 de noviembre 2022, 00:08

Por una vez, y sin que sirva de precedente, en el artículo que tiene usted en sus manos, desocupado lector, sé de lo que hablo porque lo he experimentado y, de hecho, lo disfruto. Estoy hablando de la 'abuelidad', palabra que todavía no recoge la Real Academia, a pesar de que muchos de los que ocupan sus asientos tienen nietos y hasta biznietos. Pero, más allá de la pereza de la RAE, los yayos del siglo XXI llevan a clase y recogen después a sus 'enanos', que pasean con más orgullo que don Rodrigo en la horca, frase de mi santa madre que jamás he logrado entender, aunque sospecho que tenía que ver con alguna ejecución pública.

Viendo su aspecto a veces confundo a los abuelos con los padres, seguramente porque la gente de ahora se casa más tarde o más mayor, o en segundas nupcias. Pero, además, juegan con sus nietos, los entretienen y, a nada de curiosidad que tengan los mayorones, aprenden de ellos juegos de niños como uno que hace furor llamado Fortnite, cuya mecánica desconozco y no me importaría morirme sin entender. Mi compadre Abel Martín, que disfruta de sus cuatro nietos, me reprocha esta falta de conocimiento en dichos menesteres y aprovecha su superioridad para recomendarme «otros juegos, como el Naraka o Fall Guys, que acaban siendo divertidos y a los chavalines les encantan». Educadamente le doy las gracias y sigo a lo mío.

Lo cierto es que muchos de los que sobrepasan los setenta tacos, además de recoger a los críos, están sobradamente preparados para ayudarlos con los deberes, contarles batallitas graciosas, llevarlos al cine y hablar con ellos de sus cosas; de las cosas de los niños. Estoy convencido de que los abueletes de hoy no se parecen en nada a los de antes que, por lo menos en mi caso, se limitaban a soltar dos pesetas de propina a la semana y un duro en Pascua Florida. Pero, además, los actuales se reciclan yendo a clases de informática o de idiomas, hacen teatro, van al gimnasio, se apuntan a zumba, participan en carreras (de medio fondo, no en las maratones), entretienen a los descendientes, y bastantes de ellos disfrutan de pensiones mejores que los sueldos miserables de sus hijos. Los hay incluso que aprenden de los chavalines trucos para la play, que no es mi caso.

Picadura y vigilancia de obras

Todo esto contrasta con los abuelos de hace medio siglo o un poco más que no se parecían en casi nada a los actuales. Los de hoy, además de recoger a los peques y echarles una mano con los deberes, hace siglos que dejaron atrás los estereotipos del viejo gruñón que alimentaba la tos perpetua con cigarros de picadura, también conocidos como 'caldo de gallina' y, con suerte, pasaban parte de la tarde jugando al chamelo o al dominó en el bar de siempre. Mi vecino Leonardo Iglesias recuerda a su abuelo materno liando «un cigarro tras otro y llevándolo colgado del morrillo a todas horas». Jesús de las Heras, amigo común suyo y mío, se queja del «tufo que dejaban en casa y en el bar aquellos apestosos pitillos que habrán provocado más de un cáncer de pulmón». Cuando interviene en la conversación Antoñito Cifuentes, evocamos la miserable propinilla que soltaban (con suerte) dos o tres veces al año y que daban «para unas pipas y dos tofes en el kiosco de la señora Matea», que jamás se hizo rica con tanto dispendio.

Los abuelos que conozco (que son casi todos mis amigos de infancia y juventud) visten colores alegres, calzan zapatos caros y se compran la ropa en cualquiera de esas firmas multinacionales que llenan las calles de nuestras ciudades. Me los encuentro en restaurantes (ahora menos, que se ha puesto la cosa muy jodida), en cines, teatros y cualquier otro espectáculo destinado al gran público. Por si fuera poco, desde hace décadas viajan gracias a los planes del Imserso con ofertas tan apetitosas como escapadas a Europa o estancias en casi todo el litoral español a precios asequibles para cualquier bolsillo, con desayuno bufé sin que falte de nada.

Las cosas han cambiado de tal manera que es difícil encontrar un abuelete vigilando obras, aunque puede que el cambio sea consecuencia de que ahora todas están más valladas, escondidas y tapadas que una monjita de finales del XIX.

Confieso que apenas tuve relación con los padres de mis padres, a pesar de que, en general, murieron bastante longevos, excepto el materno que se fue al otro barrio a los 54 tacos (conservo el recordatorio-esquela) dejando a su santa con media docena de chiquillos que tuvieron que buscarse la vida a toda leche. Por razones así de claritas mi abuela Leonila, por ejemplo, rara vez soltaba un duro sin antes haberte comprometido a escucharla durante media hora contando cosas de su pueblo, mientras que la otra, la paterna, era la señora Francisca.

El machismo imperante en aquella época era de tal calibre que cuando nació un servidor su señor padre se acercó al Juzgado a registrarme. Al volver a casa, la recién parida quiso saber qué nombre había elegido: «el de mi padre», respondió. «¿Que le has puesto al chico Eleuterio?», gritó mi madre, «¡vete y cámbialo ahora mismo!». Por una vez, el páter familia obedeció y me encalomó el nombre de su madre, la señora Paca. Tiemblo imaginando la que me habría caído si se hubiera llamado Genoveva, Agripina, Anatolia o Epamonindas, por citar cuatro raritos…

Con todo, la más cachonda de todas fue doña Leonila, que me llevaba de bares cuando era un mocoso que bebía mosto mientras ella se empujaba tres o cuatro chatos de clarete entre La Cigaleña y El Cajón, dos lugares míticos de Valladolid cuya historia ha recuperado mi amigo y maestro José Miguel Ortega en un libro maravilloso titulado 'Historia de 100 tabernas vallisoletanas'. Según cuenta en él, la primera «se abría a las ocho de la mañana pensando en el orujo para los obreros», mientras que la segunda nació gracias a Cándido Sánchez García, 'Pelofino', para clientes como doña Leonila que, por cierto, se fue al otro barrio sin haber participado nunca en los viajes del Imserso e ignorando los beneficios del turismo termal, buenísimo para la reúma…

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