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Dueñas (Palencia), 3 de agosto de 1939. Tiene casi 69 años y está a punto de entrar en su nuevo destino penitenciario. Visiblemente agotado, víctima de la venganza fratricida pero también de las amargas jornadas que precedieron a la rendición de Madrid, no es un cualquiera el nuevo inquilino de la «prisión central especial de San Isidro», instalada en el Monasterio de los Padres Trapenses. Su nombre es Julián Besteiro y es catedrático de Lógica, años antes había presidido el PSOE y la UGT y también, de 1931 a 1933, las Cortes republicanas. Su protagonismo en el desenlace de la guerra, en contra de la opinión del presidente Negrín, no había tardado en ser 'recompensada' por los golpistas con 30 años de cárcel. Ahora que se cumple el 150 aniversario del nacimiento de aquel socialista histórico, actor y testigo de los últimos días de la Segunda República, conviene recordar el breve remanso de paz que supuso la improvisada cárcel de Dueñas en el último y agónico tramo de su vida.
Afectado de lleno por las exigencias de la guerra, sobre todo por las necesidades del bando sublevado de acomodar amplios espacios donde enviar a los cada vez más abundantes prisioneros republicanos, el monasterio de Dueñas fue convertido en prisión en agosto de 1938, una vez negociada la cesión entre el abad Félix Alonso García y el gobernador militar de Vitoria. El 17 de octubre de 1938, con el inmueble todavía en obras, fueron enviados 51 religiosos procedentes del País Vasco, acusados de «separatismo». Eran once carmelitas, un pasionista, un marianista y el resto, sacerdotes diocesanos.
Como señala Lorenzo Sebastián García en un artículo publicado en 1995, la mayoría procedía de Vizcaya y antes de llegar a Dueñas habían pasado por la prisión bilbaína del Carmelo de Begoña, por el penal de El Dueso, en Santander, y por la Prisión Central de Nanclares de la Oca, en Álava. Llegaron en dos autobuses custodiados por la guardia civil y fueron alojados durante diez meses en un recinto en construcción destinado a almacén de aperos de labranza y granero. «En la planta baja había dos grandes cuadras, en cuyos extremos estaban la cocina y los retretes, y un cuarto donde se instaló la Dirección y las oficinas. En el primer piso había otros dos compartimentos y uno más pequeño destinado a capilla», detalla el autor.
En el pabellón, aún en obras, solo vivían los presos. Aunque en los primeros meses de estancia sufrieron adversidades como la humedad, el frío y la falta de higiene, la situación nada tenía que ver con la de otras prisiones: los reclusos de Dueñas gozaban de una posición lujosa en comparación con los recluidos en la provincial de Palencia y en el Manicomio viejo.
En efecto, la comida era abundante y ellos mismos la cocinaban. Con el paso del tiempo, también pudieron disfrutar de una amplia libertad de movimientos, más aún al dejar de ser obligatorios el saludo brazo en alto y posar en formación. También pudieron recibir numerosas visitas de familiares, amigos, autoridades eclesiásticas y militares. Tan sólo se les limitaba la correspondencia y les estaba vedado leer la prensa. Únicamente el primer director, Nicolás Salillas Casanovas, les dispensó un trato humillante; con sus sucesores -Manuel Lozano y Simplicio Cieza- la relación fue cordial y agradable.
Sin embargo, el hito más determinante en la vida carcelaria del Monasterio trapense fue la llegada, el 3 de agosto de 1939, del socialista y ex presidente de las Cortes republicanas Julián Besteiro, que había sido detenido por los franquistas a finales de marzo de 1939 tras intentar negociar la rendición de Madrid. Estuvo prisionero en Porlier y en la prisión de El Cisne antes de ser condenado, el 8 de julio de 1939, a 30 años de reclusión mayor. Fue entonces cuando se decretó su traslado a Dueñas.
En sus cartas, publicadas por Patricio de Blas Zabaleta y Eva de Blas Martín, dejó testimonio de la apacible vida en la prisión cartuja, nada que ver con lo sufrido en sus anteriores presidios ni, sobre todo, con lo que le deparaba el porvenir: «Esto se llama prisión pero es un convento de cartujos; en los anejos están confinados, no recluidos, varios sacerdotes vascos. A mí me han destinado a una habitación en una parte nueva, sencilla, limpia, llena de sol, con orientación al mediodía y una galería acristalada en la misma orientación (…) Esto es una especie de orientación agrícola con máquinas trilladoras y luego huerto y campo de frutales y perros y gatos y pájaros y buena alimentación. En cuanto he llegado me han dado mi desayuno de poca malta y mucha leche de vacas de esta propia residencia».
Su habitación consistía en una celda religiosa con cama turca, maleta y unos clavos a modo de perchas en la pared. El aseo personal debía efectuarlo en un fregadero de la cocina que los sacerdotes vascos empleaban para sus liturgias culinarias. Le custodiaban dos funcionarios y paseaba todos los días en dirección al río Pisuerga, cubriendo una distancia aproximada de dos kilómetros.
Aquel hombre culto y educado, representante del sector moderado en el socialismo de los años republicanos, pudo disfrutar del «confort penitenciario» de Dueñas hasta el 28 de agosto de 1939, fecha en la que le notificaron, a él y a los sacerdotes vascos, su salida hacia Carmona, su último y fatal destino. Aquí, en la prisión sevillana, enfermaría hasta la agonía definitiva, ocurrida el 27 de septiembre de 1940.
Y es que las condiciones de la Carmona eran terribles. Como recordaba Julio Ugarte, uno de los sacerdotes vascos confinados en Dueñas, «hasta nuestra llegada, esas 'catacumbas' servían de cárcel especial para las prostitutas de Sevilla (…); una prisión, además, cerrada por insalubre durante la República. A su lado, lo de Dueñas era Jauja. Los que nos encerraron allí sabían bien lo que hacían».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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