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Eran las once y media de la noche cuando el sereno Covarrubias, de servicio en el barrio, se percató de que algo extraño ocurría en la calle de las Vírgenes (hoy calle Estrecha). Se acercó hasta el sotabanco de la casa número uno, alargó la lámpara de mano y se encontró con una imagen increíble: una mujer había dado a luz a cuatro criaturas, ella sola y sin ningún auxilio. Covarrubias, como buen sereno, avisó raudo al cabo Félix Zurdo, le explicó lo que había visto y este se lo notificó al subjete del servicio y de la Casa de Socorro (ubicada entonces en la calle de Miguel Íscar), mientras los vecinos organizaban una colecta de ropas y otros auxilios para atender a la parturienta. Ocurrió el 23 de abril de 1925, hace cien años.
El personal facultativo llegó unos minutos más tarde y solo pudo certificar lo sucedido: Josefa Díaz Rodríguez había dado a luz a dos niños y dos niñas, pero una de ellas había nacido muerta. Los otros tres, informaba este periódico, no mostraban problemas, «eran todos robustos y de perfecta conformación». La mujer, aunque débil, también se encontraba bien, y eso que, «sin auxilio ajeno alguno, había atendido a todas las incidencias del doloroso trance». Hasta les confió a sus vecinos los nombres que habría de ponerles a sus tres criaturas, a las que también pensaba bautizar cuanto antes: Antonio, Dionisio y Pilar.
El problema más grave, aparte de la atención médica, eran las pésimas condiciones de vida de Josefa. Aunque la información periodística obvió detalles sobre su procedencia, hizo un llamamiento a la urgente necesidad de allegar alimento y ropas para los niños y para la propia la madre, que solo disponía de un jergón de paja para dormir. La noticia se publicó en periódicos de diversas provincias y en otros de tirada nacional, y los vallisoletanos se apresuraron a ayudar a la pobre familia. Los primeros donativos procedieron del gobernador, que entregó cien pesetas, y de las señoras de la Conferencia de San Vicente de Paúl, que aportaron bonos en especie. También se apresuró la directiva de la Peña Castellana, con 25 pesetas, y el agente de policía señor Coca con 5. Los vecinos, entretanto, recordaban que los auxilios más acuciantes eran «ropitas para los niños, que se encuentran medio desnuditos».
Fue dicho y hecho. A las pocas horas, la presidenta del Comedor Escolar, Carmen Vilches, y otras muchas personas a título personal se acercaban a la casa de la calle de las Vírgenes para entregar todo tipo de vestidos, y lo mismo hacían los directivos de la Junta Provincial de Beneficencia, que costeó un colchón y alimentos además de aportar 100 pesetas. La Gota de Leche, por su parte, se hizo cargo de los biberones diarios y la Beneficencia Municipal, de la atención médica. Otros se comprometieron a apadrinar a los niños, mientras el Círculo Mercantil y Agrícola aportaba, en total, 105 pesetas. También se acercó a visitar a la madre el ex alcalde y profesor de la Facultad de Medicina Isidoro de la Villa, que certificó su perfecto estado de salud y donó «un buen donativo en metálico».
El impacto de este cuádruple alumbramiento entre la ciudadanía fue tal, que el mismo De la Villa se vio impelido a publicar una tribuna en El Norte de Castilla, titulada «Los nacimientos múltiples», en la que explicaba lo excepcional del caso vallisoletano y citaba antecedentes remotos como el de Anna Breyers, que en enero de 1600 dio a luz a siete criaturas de un solo parto. «Es de suponer que la suerte aguarde a los infantes nacidos en nuestra ciudad de un solo alumbramiento. Uno de ellos ha nacido de pie; otro, la única niña de los tres, envuelta en la cofia de la fortuna; y el tercero, que fue el primero, es el que ofrece mayor vitalidad. La inagotable caridad de nuestro pueblo, que ya ha empezado a socorrerlos, sabrá de seguro proteger sus primeras semanas y conseguir que no se malogren, a pesar de su venida precoz y tumultuosa», señalaba el profesor.
Pero no acertó del todo: el 3 de mayo de 1925 los vallisoletanos conocían la triste noticia de la muerte repentina de Pilar, la única niña, a la que iba a apadrinar la Junta de Protección a la Infancia. Ante el temor de que sus dos hermanos, Antonio y Dionisio, corriesen igual suerte, el párroco de San Martín, de quien era feligresa Josefa, decidió bautizarlos esa misma tarde, «actuando como padrino una persona caritativa», que también entregó un modesto donativo a la madre y dos décimos de lotería a los niños.
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