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Reloj floral de la plaza de Colón. J. Sanz
Tiempos modernos: El dinero está en el aire
El cronista

El dinero está en el aire

Tiempos modernos ·

«Podías comprar muchas cosas en el economato. Lo malo es que todo se descontaba del salario del empleado antes de pagárselo»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 15 de octubre 2022, 01:03

Un economista de renombre licenciado en Harvard o así pronosticó hace tiempo que el dinero estaba destinado a desaparecer. Cuando lo escuché me pareció una meta imposible en una sociedad donde la pasta contante y sonante está, o estaba, muy arraigada en todos nosotros. Sin embargo, es innegable que cada vez somos menos los que tiramos de billetero para salir del súper sin que salten las alarmas y nos detenga el segurata por hacer un simpa. Incluso un servidor paga casi siempre con tarjeta; primero, porque me resulta cómodo, segundo porque si la pierdo o me la guindan tienen que adivinar el pin, y tercero porque tocar el dinero físico me da un poco de repelús, y tampoco es cuestión de destrozarse las manos con gel hidroalcohólico tras coger el cambio que te da el frutero.

A pesar de que me he modernizado, los más jóvenes de mi familia se cachondean porque pago en efectivo o con 'plástico', y de ahí no paso. Ellos, que son siempre más listos que sus mayores, además de tener dos o tres tarjetas de crédito, débito y monedero, usan métodos que funcionan arrimando el móvil al terminal del Carrefour, sistema que creo que se llama Bizum, pero no estoy seguro. Incluso he oído que en algunos sitios (supongo que del extranjero) hay quienes comercian con bitcoin que, por lo que me he informado para escribir este comentario, es una moneda virtual que «está en la nube», de lo que deduzco que los usuarios tendrán que esperar a que llueva para que baje el parné. En fin, que los torpones estamos hechos un lío con estas modernidades y, al menos el firmante, siente cada vez más vergüenza cuando intenta abonar el riche con un billete de cinco euros y esperar la vuelta.

Toda esta revolución, que ha venido en menos tiempo de lo esperado, contrasta con los sistemas de pago que nos han acompañado los últimos veintitantos siglos desde que se acuñó la primera moneda. En todo ese tiempo nos hemos apañado divinamente pagando casi siempre en efectivo, menos la compra del piso que se hacía firmando letras. Muchas letras. El caso es que lo de aforar sin llevar pasta fresca encima no debería sorprenderme a mí, que iba a comprar a la tienda del barrio sin un céntimo y me daban lo que había encargado mi madre. El sistema se llamaba «a la fía», y era facilismo de hacer y de entender: el comprador llevaba de casa una libreta, (el cuaderno de «la fía»), y el tendero apuntaba en sus páginas el importe de la compra, que se abonaba a final de mes o de semana, dependiendo de si el cabeza de familia trabajaba en Renfe o en la construcción y cobraba mensual o semanalmente. Al volver a casa con el pedido y el cuaderno recién anotado, lo normal era que el adulto calculara la suma de lo que debía en los ultramarinos y se llevara a la mano a la frente al ver la cantidad.

He dicho lo de Renfe porque mi señor padre trabajaba (es un decir) en esa empresa tan grande que ofrecía a sus curritos una cartilla con la que podían comprar, sin dinero ni tarjeta, en el economato que la compañía tenía en un lateral de la Estación Campo Grande. Para el que tenga interés en recorrer los santos lugares, el sitio exacto era detrás del reloj floral que a veces está escacharrado. Con idea de rememorar aquellos tiempos quedo a tomar un verdejo con Miguel Campano, 'el Pichi' para los amigos, cuyo padre también curraba en eso de los ferrocarriles. El tío se acordaba «perfectamente de aquella cartilla con la que podías comprar muchas cosas en el economato, incluyendo carbón para la estufa y la cocina. Lo malo es que todo se descontaba del salario del empleado antes de pagárselo, y por lo menos mi padre se agarraba unos rebotes del copón cuando veía el estropicio que le habían hecho en la nómina, que quedaba muy perjudicada».

Por si fuera poco, mi colega recordó que los economatos laborales estaban implantados en las empresas más importantes «incluyendo la Fasa, ¿o es que ya no te acuerdas?» Y sí, me acordaba de aquella primitiva Renault con tienda exclusiva para sus empleados y también un organismo oficial ubicado todavía hoy en la calle Muro de Valladolid en cuyo sótano despachaban pocas cosas pero a buen precio. Una de ellas eran los huevos frescos que se repartían dos veces por semana como mucho, tal y como me dijo mi excompañero Jesús Cañete, que a veces bajaba a provocar al encargado con una pregunta nada capciosa: «señor Andrés, ¿me tocan los huevos esta semana?». La respuesta, invariable, del tendero ocasional era la esperada: «A usted no sé, pero a mí me los tocan varias veces al día. Por ejemplo, ahora mismo». ¡Qué carácter!

Pero no eran solo algunas empresas donde, además de trabajar, podías comprar cosillas a precios asequibles y con facilidades. Tirando de agenda encuentro el teléfono de mi exvecino Matías R. V. cuyo padre trabajó durante décadas para Finisterre, una aseguradora que garantizaba un ataúd decente y un agujero en el cementerio pagando una cuota mensual que no debía ser muy grande porque en mi familia todos éramos clientes. Matías me confirma que su progenitor «iba casa por casa cobrando en efectivo la cuota del mes, y la costumbre era que se afiliara incluso a los niños por si no salían adelante… Tú ya me entiendes, ¿no?». Aprovechándome de su memoria le pregunto si tendré derecho a alguna cantidad porque mis mayores me dijeron mil veces que estaba dado de alta en esa compañía de decesos desde el día en que nací. «Pues, hombre, depende de los años que hace que dejasteis de pagar…». Cuando supo que habían pasado más de cinco décadas desde el último recibo, primero se descojonó y luego se puso serio: «¿De verdad crees que alguien te va a pagar algo después de haber dejado de hacerlo tú durante medio siglo?».

Cuando el economista citado al principio dijo que el dinero está desapareciendo del mercado no me sorprendió ya que cuando servidor era mocito tampoco existía porque solo duraba el rato entre la llegada a casa con el sobre de la nómina y lo que se tardaba en pagar las deudas. Y así mes tras mes. Por eso, el día que mi sobrino Jacobo me preguntó si podía hacerme un 'paypal' para saldar una deuda menor le respondí: «de momento, no, que todavía tengo dos en casa sin estrenar».

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