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De hoy en ocho días ustedes y un servidor tenemos una cita con las urnas para elegir a nuestros concejales y alcaldes para los siguientes cuatro años. Cabe la posibilidad de que a muchos les parezca que fue ayer mismo cuando visitaron las urnas, mientras que otros creerán que ha pasado un siglo desde la última vez que depositaron su papeleta convencidos de que los receptores de esos votos cumplirían las promesas que hicieron en campaña. Puede que sea un descreído, pero no siempre fui tan desconfiado como ahora porque cuantas más promesas leo o escucho menos me creo lo que harán en cuanto pillen cacho en forma de sueldo, dietas y demás bagatelas inherentes al puesto que ocupen. Vaya por delante, no obstante, que no es lo mismo ser alcalde o concejal en una ciudad grande o mediana como la nuestra que ejercer en un pueblo donde se sabe de qué pie cojea cada uno y, por mucho que quiera el señor edil, no podrá burlar a todos los vecinos, todos los días, todas las veces. Pero cuanto más grande sea el núcleo menos posibilidades hay de que el regidor cumpla sus promesas porque no siempre dependen de él. No obstante, conociendo las dificultades que existen para gobernar, sería deseable que algunos fueran menos bocazas ofreciendo cosas en campaña y aplicando al día siguiente de llegar la frase de mi amigo Chuchi Cano de que una cosa es prometer y otra dar trigo. En fin, no sé si los concejales que salgan en las elecciones del día 8 están preparados para ejecutar sus promesas, pero puedo garantizar que servidor lo está para volver a decepcionarse.
Por supuesto, no es suficiente con que el candidato a la Alcaldía vaya al despacho del señor notario a comprometerse con hacer esta o aquella obra, porque la experiencia nos dice que cuanto más lo jure menos posibilidades hay de que lo haga. Así que la mejor manera de no llevarse un chasco es desconfiar de las grandes promesas para cambiar la ciudad y conformarnos con que esté limpita y con algunos atascos menos; lo otro es perder el tiempo por muchas ganas que tengamos de juramentos de honor en campaña que se convierten en agua de borrajas al día siguiente de poner el trasero en el sillón grande. Aun así, votaré a regañadientes porque ninguno de los que se presentan podrá quitarme mi derecho a equivocarme una vez más. Para los que piensan que soy un cínico, les confesaré que tienen razón porque en las anteriores municipales (2019) un buen amigo me pidió que me sumara al equipo asesor a un candidato a alcalde, invitación que rechacé después de darle un consejo: dile que se preocupe de que las calles estén limpias, las farolas encendidas y que prometa algo gordo que no dependa de él para que pueda echar las culpas a otros.
Actualmente las campañas electorales de las grandes urbes se hacen siguiendo el modelo clásico: los candidatos se echan a la calle durante los veinte o más días entre convocatoria y votación y besan niños, regalan bolígrafos, atienden con una sonrisa a los posibles votantes y dan mítines en barrios que muy probablemente no volverán a visitar durante toda la legislatura. Todo esto, como es lógico, se refiere a las poblaciones grandes o medianas, porque en un pueblo es más difícil escurrir el bulto esperando que los vecinos olviden los juramentos hechos para tal o cual actividad. Pero mientras tomo un cafelito con mi sosias Tito de la Fuente, coincidimos en que los candidatos electos que se patean la calle durante la campaña desaparecen de la noche a la mañana, porque según él «hace mejor en el despacho que en la calle». Cuando se une a la charleta Tomasín Peláez remata la jugada añadiendo que «si estás a resguardo en el despacho puedes filtrar las visitas para que no te recuerden lo que prometiste cien veces o incluso firmaste en la Notaría, y no me tires de la lengua, Canta…».
Como ambos conocen sobradamente mi capacidad para meterme en camisa de once varas, me provocan para que recuerde algunas cosillas que comenté con ellos en su día sobre las grandes campañas electorales en las que he participado como asesor. Les encanta que les diga que lo que se llevaba entonces en los comicios nacionales eran los grandes mítines en polideportivos o estadios a rebosar precedidos de coches de militantes voceando la hora y el sitio del acto. Los líderes solían llegar a Pucela en avión y dos minutos antes de salir al escenario pedían al asesor de comunicación (servidor, para más señas) alguna metedura de pata del enemigo para darle caña. Una vez, cuando le dije al líder visitante que el cabeza de cartel del partido contrario había dicho que era «necesario moderar los salarios si queremos sacar adelante el país», nada más salir al escenario repitió la frase sin cambiar una coma para añadir: «Moderar salarios, moderar salarios… ¡Un pico y una pala les daba yo a todos esos cantamañanas!». Este respetable caballero es autor de sentencias tan ingeniosas como «el que se mueve no sale en la foto», o aquella de «Margaret Thatcher, en vez de desodorante, se echa 3 en 1». Todo muy gracioso que, además, llenaba de ilusión al personal asistente que volvía a casa ronco de gritar y con las manos rojas de aplaudir cualquier chuminada pedida al orador desde la grada: «¡Dales caña, Alfonso, dales caña!», momento que aprovechaba para soltar frases redondas tipo «Fraga tiene los intestinos colocados en el cerebro». ¿Demagogia? No: sentido del humor.
La ventaja de aquel gran mitinero que todavía vive es que no solamente divertía y encandilaba al público asistente sino que como aún no había empezado a gobernar podía permitirse el lujo de prometer cualquier cosa aplicando una frase que repite de vez en cuando mi primo Toñín: «prometer hasta meter, y una vez que has metido, olvida lo prometido». Pero, lo que son las cosas: a pesar de los recelos y de lo cabreado que me tienen tanto los que están en el machito como los nuevos que vengan dentro de ocho días, votaré a regañadientes porque ninguno de los que se presenta podrá quitarme mi derecho a volverme a equivocar.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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