A cuchilladas por los toros
Valladolid, crónica negra ·
Un día después de comenzar una acalorada discusión sobre toros, el 5 de junio de 1897, Pascual Baras esperó desafiante a Francisco Álvarez y, tras sacar un cuchillo de grandes dimensiones, le propinó varias puñaladasDiscutían acaloradamente en la panadería donde trabajaban. Eran jóvenes y compartían algo más que la rutina diaria en el establecimiento que el conocido industrial Calvo Alagüero regentaba en la calle Veinte de Febrero.
Les unía la pasión por los toros, la misma que les llevaría a un desenlace fatal fuera del ruedo. Y es que Francisco Álvarez, a sus 42 años, lo sabía casi todo de la fiesta nacional. Especialmente, la trayectoria de los maestros más sublimes, aquellos que habían sentado cátedra con sus faenas ejemplares.
Uno de ellos era, sin duda, el valenciano Julio Aparici Pascual, más conocido en el mundo taurino con el apodo de Fabrilo. Nacido en el entonces poblado de Ruzafa el 1 de noviembre de 1867, se estrenó como novillero en 1885, triunfó luego en Sevilla y Madrid, donde hizo su presentación dos años después, y en la capital de España tomó la alternativa en 1889.
A Fabrilo lo mató el toro «Lengüeto» el 27 de mayo de 1897, en la plaza de Valencia, cuando se afanaba en banderillearlo; una herida en la ingle de 15 centímetros, gravísima, acabó con su vida dos días después.
Una semana más tarde, Álvarez evocaba el triste suceso junto a su colega de faenas panaderas, Pascual Baras, un joven impetuoso de apenas 21 años que, implacable en su obstinación taurina, disentía de todas y cada una de las afirmaciones de Francisco.
Le contradecía hasta en la forma en que Fabrilo fue empitonado. Álvarez, mucho más sosegado, aducía un argumento de autoridad incontestable: la prestigiosa revista taurina «La Lidia» lo había detallado con mimo en su último número. Y él, aficionado sin tacha, se lo había aprendido de memoria.
Extremos aparentemente indiscutibles que Pascual, obcecado, no se cansaba de cuestionar. «¡Pero si hasta me acuerdo que publicó un retrato de Fabrilo!», le espetó Álvarez. «¡Eso es mentira!», contestó Baras. Y saltaron las apuestas.
Ocho cuartillos de vino fue la cantidad acordada: los pagaría el que perdiera el envite. Álvarez salió raudo a comprar el número de «La Lidia» en un quiosco cercano. Ufano, regresó a la panadería para alardear de su victoria.
Pero Baras, lejos de asumir con humildad y serenidad la derrota, contestó en términos agresivos a su compañero antes de negarse a pagar lo acordado. La discusión fue calentándose conforme pasaban los minutos. Hasta tal extremo llegó, que Baras dio media vuelta y se acercó al despacho del dueño para pedirle la cuenta.
«Me voy de aquí para evitar cuestiones», avisó. Y se despidió del negocio. Un portazo puso fin de manera temporal a esa discusión taurina devenida en reto personal.
Cuando a la mañana siguiente, 5 de junio de 1897, Álvarez salió de la panadería para hacer el recado acostumbrado, no presagiaba lo que estaba a punto de sucederle.
Llevaba pan al Manicomio Provincial cuando, a la altura de la calle María de Molina, avistó una silueta conocida. Era él: Pascual Baras, desafiante, le aguardaba para continuar la disputa.
Cuchilladas rabiosas
Le invitó a bajar del carro y Álvarez no lo dudó un instante. En plena acera retomaron una polémica que progresivamente fue subiendo de tono. Hasta que Baras, visiblemente enfurecido, dio rienda suelta a su ira.
Introdujo su mano derecha en la manga del brazo izquierdo y sacó un cuchillo de grandes dimensiones que llevaba escondido. Sin pensárselo dos veces, lo hundió en el cuerpo de Francisco con espeluznante saña. Una y otra vez. Se regodeó con el ex compañero ante el estupor de los viandantes. «El agresor, echado sobre su víctima, se cebó en ella con una crueldad que repugna», podía leerse en la edición del 6 de junio de EL NORTE DE CASTILLA.
El examen forense determinaría la crueldad de las acometidas: Francisco Álvarez había recibido una puñalada en el brazo izquierdo que le había provocado una herida de seis centímetros; otras dos en el hipocondrio izquierdo, de dos centímetros; una más en el último espacio intercostal, y otra en el glúteo.
Milagrosamente, mientras el juez de distrito Eduardo González instruía «in situ» las diligencias sumariales, el herido pudo ser trasladado en silla de ruedas a la casa de socorro, donde fue sometido a una efectiva cura de urgencia por parte del médico de guardia, señor Piqueras, y el practicante, señor Carnero; luego lo ingresaron en el Hospital Provincial para afianzar su recuperación.
¿Qué pasó, entretanto, con el agresor? A los gritos de dolor de Álvarez y a las imploraciones de socorro de numerosos transeúntes habían acudido, prestos, un guardia montado y el municipal Alejandro Arias. Como llegaron cuando aún Baras se estaba recuperando del esfuerzo, le detuvieron sin dilación. El agresor presentaba una herida en cada uno de los dedos índices y medio de la mano derecha, producidas al forcejear con el cuchillo. Nada más prenderlo, lo confesó todo: aseguraba que se le había ido la cabeza, que le habían podido los celos, juraba no volver a repetir la acción y se ofrecía a pedir disculpas a su adversario. Imploraba perdón y sollozaba mientras lo conducían al calabozo.
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