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La villa de Tordesillas a principios del siglo XX. MINISTERIO DE CULTURA

La muerte que conmocionó Tordesillas

Lo que parecía un accidente fortuito, en marzo de 1909, derivó en un presunto homicidio y en acusaciones de acoso sexual contra el párroco de San Pedro

Martes, 25 de febrero 2020, 07:05

Primero se oyeron los gritos de la criada, luego las voces de un barbero pidiendo ayuda y, finalmente, el susto de Francisca Rico, dueña de la botica que regentaba junto a Saturnino Bedoya, su marido, en la calle de Santa María, en Tordesillas. Eran las diez y cuarto de la noche del domingo, 28 de marzo de 1909. A Francisca la tuvieron que ir a buscar a la casa de su suegro, donde todos los fines de semana hacía tertulia con familiares y amigos. Cuando llegó, Laureano ya estaba muerto. Tenía 16 años y llevaba tres meses sirviendo como mancebo en su botica. Natural de Villanubla e hijo de un humilde labrador, Laureano Valentín Rodríguez, como se llamaba el infortunado, era el mayor de siete hermanos, «un chico simpático (…), rubio, barbilampiño, de regular estatura y cojo de la pierna derecha. Afable y cariñoso», apuntaba el periodista de El Norte de Castilla.

Según la primera declaración de la criada, Felicidad de la Cruz, todo ocurrió después de que Laureano le pidiese ayuda para bajar la persiana metálica del establecimiento. De repente, le vio caer violentamente al suelo y comenzó a arrojar sangre en abundancia por la boca. Nada pudo hacer el médico, Luis Bedoya, para reanimarlo. En cuanto lo acostaron en el interior de la casa, observaron que presentaba una herida en la cabeza por donde salía parte de la masa encefálica. El cura de San Pedro, Marcelino Fernández Rodríguez, le dio la extrema unción y, acto seguido, escribió a los padres de Laureano para hacerles saber la triste noticia: su hijo había muerto como consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza tras caer al suelo a causa de un «vahído».

Hasta el mismo juez, horas después, parecía dar el visto bueno a la versión familiar. Por eso nadie en Tordesillas se imaginaba lo que salió a la luz tres días después: según el resultado de la autopsia, había una bala incrustada en el parietal derecho del cráneo de Laureano, y la masa encefálica había sido completamente perforada. Una vez instruidas las correspondientes diligencias, se comprobó que la bala encajaba perfectamente en las cápsulas de un revólver hallado encima de la mesa de noche de Saturnino Bedoya, quien, sin embargo, el día del suceso se encontraba en Casasola de Arión.

El juez reabrió el caso y reclamó testigos. Y Felicidad cambió su declaración. Acusó al cura ecónomo de la iglesia de San Pedro, el citado Marcelino Fernández, que además era tío del señor Bedoya, de acosarla sin cesar. Aseguraba que no paraba de perseguirla y que aquel 28 de marzo, «día de autos», apareció en la casa en torno a las nueve de la noche, de improviso, y «fue directo por la vía del hecho». En ese momento, según el relato de la joven, Leovigildo, que aún estaba en la botica, escuchó los gritos y salió corriendo hacia la puerta que comunicaba directamente con la casa. Entró en la habitación pero apenas tuvo tiempo de mirar la escena. En cuanto volvió la cabeza hacia el lado izquierdo, una detonación lo dejó fulminado. El cura, aseguraba la sirvienta, sujetaba firme una pequeña pistola. Al instante, se volvió hacia ella y le espetó: «Si dices algo de esto, te hago lo mismo».

Careo

El relato dejó a todos conmovidos. La prensa local se hizo eco del caso a toda página y la familia Bedoya se enfrentó a un largo periodo de dimes y diretes, de acusaciones y hasta de maledicencias. Todos parecían dar razón a la pobre criada, quien, desconsolada, esperaba ansiosa la resolución del caso y la firme condena del sacerdote. Felicidad tenía 16 años y era, a decir del periodista, «una guapa muchacha, sino una belleza. De regular estatura, gordita; tiene el pelo castaño, los ojos expresivos, la nariz un poco respingona, las mejillas encendidas. La expresión total de su rostro es de chicueta inocentona».

En el transcurso del juicio, que no comenzó hasta el 12 de diciembre, la prensa elogió la entereza de la sirvienta en su careo con el cura. «Se arrojó sobre mí diciéndome que tenía que entregarme», reiteraba Felicidad; «¡es la calumnia más grande que han conocido los siglos!», contestaba el procesado. El fiscal y la acusación particular pidieron que fuera condenado por delito de homicidio: entre 17 y 20 años de prisión más la obligación de pagar 2.000 pesetas en concepto de indemnización a la familia del fallecido.

Los testigos de la defensa aseguraron, sin embargo, que aquel no había podido cometer el asesinato porque ese día, 28 de marzo de 1909, se encontraba con ellos en la tertulia cuando sucedieron los hechos. Y aunque el fiscal cuestionó tales testimonios por tratarse de parientes y amigos del procesado, el jurado terminó creyéndoles porque, como señalaba el abogado defensor del sacerdote, eran «de las personas más serias y respetables de Tordesillas». Tanto es así, que aquel 16 de diciembre de 1909, los jurados determinaron la absolución de don Marcelino. Éste, nada más oírlo, cayó «desmayado de un síncope».

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