«Su conferencia con Madrid tiene veinte minutos de demora»

Tiempos modernos ·

«En la telefonía de hace medio siglo los aparatos eran negros de baquelita y tenían disco con agujeritos»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 1 de octubre 2022, 00:10

Ya no sorprende ver a ciudadanos que van hablando por la calle con el teléfono en la mano o metido en un bolsillo y un auricular sin cables pegadito a la oreja. Alguna que otra vez, oyendo sus conversaciones he llegado a pensar que quienes ... lo hacen se han vuelto majaretas que peroran en voz alta, lo que me trae a la memoria la frase de mi amigo Leandro Pajares: «a ese no le hagas caso porque habla solo, como Luciano Cantero». En un plano más poético está el verso de Machado, según el cual el que va por la calle rajando de esa manera tan personal lo que espera es «hablar a Dios un día». No obstante, y según he leído, no es el primero al que pilla un camión en plena charla, pero son gajes del oficio.

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Lo cierto es que el paisaje urbano del centro de las ciudades ha cambiado sustancialmente en pocos años, porque esas calles céntricas ocupadas en su día por bancos y cajas de ahorro, ahora rebosan de tiendas de telefonía, que se han comido todo el pastel. Y como supongo que alquilar o comprar esos locales no será barato, aquí estamos los fieles consumidores dándolo todo para que crezcan sus cuentas de resultados, porque no conozco a nadie menor de 80 años que no lleve encima un móvil, y algunos incluso dos o tres, molestia que se ha reducido porque, según me han dicho, hay terminales con más de una línea en el mismo aparato.

Baquelita y ganchillo

Si mal no recuerdo la implantación de móviles fue lentísima al principio porque los terminales costaban un pastón, solamente asumible por los más ricos del corral y por los organismos públicos, que pagan lo que sea porque tiran con pólvora ajena. De todas formas, su llegada cambió nuestras costumbres y, a modo de ejemplo, recuerdo un jefe que tuve de apellido Álvarez (y hasta aquí puedo leer) que cuando hablaba por teléfono desde el coche oficial se ponía de pie y daba tales voces que parecía no fiarse de la tecnología y esperaba que lo oyeran por la ventanilla.

También me acuerdo del primer móvil de Radio Nacional, del tamaño de una caja de zapatos talla 52 y dotado de una batería que duraba entre diez y doce minutos. Pero gracias a él pudimos transmitir en riguroso directo una batida policial en el Campo Grande para detener al asesino del ascensor, un pájaro de cuentas que además no estaba allí. Toñín, el técnico que portaba el cajón, se pasó la operación en plan agorero: «Aviso, Canta, nos quedamos sin batería». ¡Qué agobio de muchacho…!

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Es evidente que el panorama actual contrasta una barbaridad con esa otra telefonía de hace medio siglo de aparatos negros de baquelita y disco con agujeritos donde había que meter el dedo para marcar el número sin prefijo. Para refrescar la memoria llamo a mi amigo Tomasín Pascual, El Titi, y le pregunto cómo recuerda el primer terminal fijo de su casa, que según me dice era «de sobremesa y al que no llamaba ni San Pedro, porque solo los ricachones tenían esos lujos». Como buen reportero que soy intenté hacerle confesar que se pasaba el día pendiente del cacharro cuando me soltó: «Mira, Canta, además de telefonearte a ti, solo llamaba, como mucho, a Luis el Cagueta para que me prestara la bici». De todas formas acabó confesando que le sobresaltaba el sonido estridente de aquel armatoste porque «llamar, llamaba muy poca gente, pero sonaba como el despertador de la mesilla», y por si fuera poco todavía no se habían inventado los contestadores automáticos. Vamos, que, una de dos: o lo cogías a la primera o te volvía a sobresaltar a los cinco minutos.

Hace más de medio siglo, la llegada del instalador de Telefónica al domicilio era un milagro que nos iba a permitir comunicarnos con la familia y los amigos; eso sí: siendo prudentes en su uso porque cada llamada costaba dinero. El operario tiraba cable por la casa, luego lo enchufaba y hacía una primera llamada de prueba para saber que rulaba. Colgaba, y al instante, sonaba el timbre anunciando que todo estaba bajo control. El nuevo aparato recibía todas las atenciones, y aunque era negro y mazacote tenía derecho a reposar en tapete de ganchillo sobre el mueble de formica. Por si fuera poca la dicha, mi vecino Tito el Legañas, tenía un conocido en Telefónica que te podía asignar un número facilito de recordar: en mi caso el 21. 22. 25.

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Pero mientras en casa tenían mesa y mantel, en algunos bares solían estar colgados en la pared –al fondo a la derecha, junto a los retretes– y funcionaban con fichas que había que comprar al dueño de la tasca. Si mal no recuerdo, las mismas eran de cobre y tenían dos acanaladuras por la cara A y una por la B. Poco después aparecieron otros más modernos en los que en vez de ficha admitían calderilla que la máquina se iba tragando a medida que pasaban los minutos. En resumen: nada que ver con los artilugios que llevamos ahora encima, capaces de hacernos volver a casa por haberlo olvidado. O porque nos lo han guindado como me sucedió a mí, sin ir más lejos. Y sin olvidar la jaculatoria de don José María Faro, uno de mis mejores jefes, según el cual hacen falta «dedos de pianista para apañarse con esos móviles tan resbaladizos, porque los que tenemos dedo tamaño plátano de Canarias ni encontramos nada en la pantalla ni apretamos el botón digital adecuado».

Años después de aquellas cantinas con teléfono, los operarios de la Compañía Telefónica Nacional de España (más tarde Movistar) empezaron a plantar cabinas que, al menos en Valladolid, estuvieron funcionando hasta el año pasado, aunque rara vez encontré en la última década a alguien utilizándola. No obstante, dichas casetillas tenían otras utilidades, además de comunicarse con la gente, tales como resguardarse de la lluvia o usarlas, con mucho disimulo, como mingitorio improvisado.

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En fin, lo dejo aquí recordando que antes, cuando el pueblo llano y sin terminal necesitaba conectar con alguien por una urgencia, tenía que ir a la calle Duque de la Victoria (donde ahora hay un VIP de comida italiana) «a pedir una conferencia». Luego, cuando nos instalaron en casa uno para nosotros solitos, descubrimos que seguía siendo una odisea hablar con ciudades distintas a Valladolid porque siempre o casi siempre: «su conferencia con Madrid tiene veinte minutos de demora». Y yo sin cobertura…

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