Horacio Echevarrieta, con el número 1, y Santiago Alba, con el 2, artífices del histórico rescate, en 1923. MUNDO GRÁFICO
Cautivos en Marruecos

Conexión Valladolid-Bilbao para liberar a los prisioneros de Annual

Santiago Alba, propietario de El Norte de Castilla, y el empresario Horacio Echevarrieta negociaron la libertad de más de 300 presos hace 100 años

Martes, 21 de marzo 2023, 09:54

Cuando embarcaron en el «Antonio López» y pusieron rumbo hacia la libertad, la alegría se mezclaba con una sensación de terror y desesperanza. Aquellos prisioneros confesaron a los periodistas historias terribles de un cautiverio que había durado más de año y medio. Palizas, torturas, fusilamientos, ... hambre... Era el 27 de enero de 1923, hace ahora 100 años, cuando la opinión pública festejaba la puesta en libertad de los más de 300 españoles que aún permanecían prisioneros de Abd-el-Krim tras la derrota de Annual.

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Una libertad que no pudo haberse logrado sin la actuación de dos personajes decisivos: el ministro de Estado Santiago Alba Bonifaz, zamorano de nacimiento pero vallisoletano de adopción y propietario de El Norte de Castilla, y el empresario bilbaíno Horacio Echevarrieta. «Loado sea Dios, que ha permitido el rescate de los prisioneros españoles después de dieciocho meses de cautiverio», comenzaba el editorial de este periódico el día 28; «es un motivo de viva satisfacción, porque ha terminado esa angustiosa pesadilla de los prisioneros, cuya situación amargaba a los buenos españoles (…). Desde el día que el señor Alba se posesionó de la cartera de Estado, comenzó a gestionar el rescate de los cautivos que continuaban en poder de Abd el-Krim, para terminar este bochorno nacional».

Fueron, ciertamente, meses de arduas negociaciones después de que los gobiernos anteriores hubieran fracasado en el intento de liberar a los cerca de 400 presos que estaban en manos de las tropas marroquíes, entre ellos bastantes mujeres y niños. La llegada al ejecutivo del liberal García Prieto, en diciembre de 1922, activó las negociaciones con los rifeños, que desde un primer momento fueron confiadas a Santiago Alba como ministro de Estado. Este se planteó un objetivo concreto: poner coto a las actuaciones dispersas y voluntaristas que se habían dado hasta el momento para unificar los esfuerzos en una única dirección.

Ni los marroquíes cercanos a Abd-el-Krim, ni las familias de los presos agrupadas en la llamada «Comisión pro-rescate», ni el intérprete de la Alta Comisaría, ni el franciscano Padre Revilla... A partir de ese momento, solo Alba se encargaría de encauzar las negociaciones, para lo cual echaría mano de la experiencia y el buen hacer de un hombre providencial: el bilbaíno Horacio Echevarrieta, famoso empresario naviero que ya había intentado llegar a un acuerdo con los rifeños durante el gobierno de Sánchez Guerra.

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Amigo personal de Alfonso XIII, Echevarrieta había sido diputado republicano y era uno de los empresarios más ricos y poderosos del momento. Además, había coincidido con Abd-el-Krim en la escuela de minas, y el líder marroquí, que no quería parlamentar con ningún militar, se fiaba plenamente de él. A Echevarrieta le acompañarían Dris-Ben-Said, encargado de establecer contacto con el caudillo rifeño, y el alto comisario interino, Luciano López Ferrer. El primer paso consistió en el envío de una carta en nombre de Alba. La respuesta de Abd-el-Krim a Echevarrieta, transmitida a través de Ben-Said, no arrojó sorpresas: la libertad de los prisioneros valía cuatro millones de pesetas y la entrega de moros presos en España.

Alba agilizó los trámites. En contra de la opinión conservadora, que prefería avanzar en la conquista de los terrenos perdidos en Marruecos y no transigir tan fácilmente en el pago del rescate, el Consejo de Ministros aceptó las condiciones. La entrega se llevaría a cabo en la playa de Axdir, a donde se dirigieron Echevarrieta, el secretario de la embajada (encargado de portar el dinero) y varios empleados del Banco, escoltados por guardias civiles. La exigencia era que los cuatro millones debían ser entregados «todos en duros», pues los rifeños no querían billetes. Los sacos con el dinero pesaban veinte toneladas.

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Las cifras de los liberados aquel 27 de enero de 1923 varían según los autores. Hay quien habla de 357 y quien lo rebaja hasta 326. Se sabe que pusieron en libertad a 38 paisanos (entre ellos 9 mujeres y 8 niños), 247 soldados de tropa y 45 jefes y oficiales. 152 españoles, entre soldados y civiles, habían muerto previamente durante el cautiverio. Éste, a juzgar de los testimonios publicados por la prensa en los días siguientes a la liberación, fue terrible. En El Norte de Castilla se destacó la muerte, la noche anterior a la liberación, de Juan Garaygorta, víctima del tifus, pero también los malos tratos recibidos por los prisioneros, las palizas, los fusilamientos y las pésimas condiciones de vida.

Por poner algunos ejemplos, Vicente Guijarro, administrador de una mina, murió a causa de una paliza, otros fueron agredidos por defender a mujeres, y algunos, asesinados mientras mendigaban comida. Eran comunes los castigos a base de 50 golpes con cuerdas de las tiendas de campaña. Durante los meses de abril a junio de 1922, de auténtica hambruna, muchos tuvieron que alimentarse a base de hojas de chumbera, ratones y perros. Las habitaciones de los soldados no podían ser más estrechas, pues ocho individuos debían arreglarse en un metro cuadrado. Dormían recostados unos sobre otros, y, para cambiar de postura, todos hacían el mismo movimiento al mismo tiempo. Llegaron a Melilla a las ocho de la mañana del día siguiente. Su situación era tan deplorable, que uno de ellos murió en el trayecto y cerca de un centenar tuvo que ser conducido a los hospitales militares.

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