Cuando paso por delante de los establecimientos de comida rápida veo a un montón de chavales esperando en la calle a que les llegue su turno de recoger el mandado que alguien pidió por teléfono y que tienen que llevar a domicilio: en moto, en ... bici, en patinete, con Auvasa o corriendo, da igual; lo importante es soltarlo antes de que se enfríe. O se caliente. Mirando en Internet me he enterado de que a los recaderos los llaman riders, palabreja que algunos traducen como jinetes, lo que me parece inapropiado porque mi idea del jinete es el que monta, ufano, un caballo en las carreras o en la hípica, muy poco asimilable a estos modernos yóquey que transportan dos hamburguesas a cualquier hora.

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Para ilustrarme un poco llamo a mi amiga Pilar Martín, que es clienta de uno de esos establecimientos que sirven a domicilio cosas que nunca imaginé. En este caso se trata nada menos que de desayunos, lo que me parece el acabose de la comodidad. No obstante, me aclara que este servicio «hay que encargarlo de un día para otro y además indicando a qué hora queremos que nos lo sirvan». Cuando le pregunto si nos hemos vuelto así de señoritingos incapaces de prepararnos un café con leche y dos madalenas, se cachondea de lo que llama «conducta paleta», porque el desayuno que ella recibe en su domicilio puede ser: «mediterráneo, vegano, sin gluten, salado, romántico, dulce, saludable y variado».

Para evitarme tomar notas (con lo cansino que es eso), mi 'prima' Pilar me envía por correo el menú del mediterráneo, que más que un desayuno parece el de una boda porque tiene: «aceite de oliva de categoría superior obtenido directamente de aceitunas y sólo mediante procedimientos mecánicos, jamón serrano loncheado, tomate ecológico triturado, pan rústico de trigo espelta biológico en rebanadas, zumo de naranja sin azúcar añadido y fruta variada cien por cien ecológica». Todo ello entregado en la casa del cliente a la hora convenida y por una cantidad asequible: quince o veinte euros por persona, recadero incluido.

Colchones y afiladores

Aunque en un principio me resistí a utilizar servicios de entrega a domicilio porque había leído que los mensajeros eran falsos autónomos explotados por las grandes cadenas, hago algunas excepciones desde que el Tribunal Supremo obligó a darlos de alta en la Seguridad Social y la Inspección de Trabajo acaba de multar a Glovo con 79 millones de euros por no cumplir esas leyes que permiten fijar descansos, derecho al paro, vacaciones, bajas por enfermedad y otras pequeñeces que diferencian a un trabajador de un esclavo. De todas formas, a día de hoy, lo más raro que he pedido en mi vida tuvo lugar durante el confinamiento y consistió en algo de fruta fresca, pan y verduras a la tienda de siempre, que como está a tiro de piedra vino enseguida.

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Aunque no estoy seguro de que me guste el sistema de llevarlo todo a domicilio en menos de lo que tarda un cura loco en persignarse, estos trabajos son útiles para nosotros, los comodones, por lo que entre mi señora y yo recurrimos desde hace treinta años a Telepizza para que nos envíen alguna a casa. Lo único en lo que todavía no nos hemos puesto de acuerdo es si la queremos mixta con doble de queso o chorizo por encima.

Mientras me conformo con la que elija ella miro hacia atrás intentando recordar qué cosas se hacían o vendían en estas condiciones cuando servidor tenía la edad de los ríders: un señor que despachaba telas, el afilador que amolaba tijeras, otros que reparaban paraguas, ponían lañas en las cazuelas, vendían pimentón o aquel inolvidable Jacinto Matilla, del barrio de La Victoria, que nos jodía la siesta gritando a voz en cuello: «¡Mielero, buen miel!». Tras una ardua labor de investigación como corresponde a los buenos reporteros, encuentro el teléfono de su sobrino Mariano, que fue conmigo a las clases de contabilidad que patrocinaba la Cámara de Comercio e Industria para jóvenes currantes con ganas de cultivarse. Como había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que hablamos me dice que su tío, el de la miel, la espichó hace un cuarto de siglo y ningún pariente ha cogido el testigo. «Hombre, dice mi colega, no es un negocio para vivir de él; es más: no conozco a nadie que venda miel a domicilio». Pero tu tío Jacinto, añado yo, sacaría perras de aquello… «¡Qué va, qué va!, era un 'pringao' que no ganó lo suficiente ni para dejar a los sobrinos cuatro duros de herencia, que tuvimos que pagar a escote el entierro».

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Gracias a mi agenda y sagacidad busco algún conocido que siendo chaval ejerciera otro oficio a domicilio: el de colchonero o vareador de lana. Aunque muchos no lo conozcan y otros tantos lo hayan olvidado, estos profesionales iban calle por calle ofreciendo sus servicios, que según cuenta Francisco Javier Martínez Romero en la web 'entrepueblos.com', dedicada a la etnología, su trabajo consistía en deshacer, a palos, las guedejas de lana «apelmazada y sumamente incómoda para los riñones del propietario del colchón». Aunque el autor asegura que para compensar el poco dinero que cobraban por su trabajo «lo normal era que los invitaran a comer», dudo que en mi casa hicieran tal dispendio.

No me gustaría terminar este comentario sin hacer una alusión al chico que a bordo de una moto iba cantando, en cualquier estación del año, «Mírala, mírala, mírala: la puerta de Alcalá». Aunque le he perdido la pista me han dicho que hacía de recadero para una farmacia, pero a pesar de una ardua labor de investigación no he conseguido enterarme de qué botica salía el mandadero, aunque alguien me ha dicho que ahora hacía recados para una tienda y restaurante dedicado en exclusiva a la venta de carne. Para más señas, y según me cuentan, creo que a día de hoy es fácil encontrar al personaje en el Mercado del Val, donde sigue haciendo pequeños recados, aunque ya no canta a voz en cuello la tonadilla que hicieron famosa Víctor Manuel y Ana Belén.

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Cuando tenga tiempo (y ganas) prometo investigar a fondo los datos de ese jinete callejero que cabalgaba una bici o una moto repartiendo a domicilio pinchos morunos de la carnicería o condones de la farmacia. Todo ecológico y de primera calidad.

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