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A día de hoy pocos temas de conversación son tan socorridos como el tiempo que hace. En el ascensor, en la escalera, en la cola del pan y en cualquier lugar el saludo inicial (buenos días, buenas tardes) se prolonga con frases del tipo «vaya frío que hace», «hoy pega el sol a base de bien» o «habrá que tener cuidado porque corre un viento que pela el cutis», entre otras. Sin embargo, la que más se lleva en los dos o tres últimos meses es la falta casi absoluta de lluvias, que provoca jaculatorias como «otro día sin llover», «esta sequía nos va a matar» o la preferida de mi amigo Quique Contreras: «como no llueva pronto se nos van a quitar hasta las ganas de mear». Sirva, pues, esta introducción para abordar el grave problema de la sequía que, sin embargo, es más viejo que defecar.
Y, por una vez, hablo de fenómenos meteorológicos con conocimiento porque una buena parte de mi vida profesional transcurrió en el gabinete de prensa de la Confederación Hidrográfica del Duero, donde aprendí algo de este negocio de la mano de don Luis Calabia, periodista y maestro que me enseñó los primeros trucos del oficio. «Mira, hijo», me decía: «si te preguntan por las inundaciones, les envías el parte con el estado de los embalses, y si quieren saber algo de la sequía derívalos a la delegación de Agricultura, que aquí poco o nada tenemos que decir». Estos dos consejos y un poquito de labia me permitieron vivir durante décadas en dicho gabinete alternando con el ejercicio de mi verdadera vocación: no dar un palo al agua, y menos ahora que escasea.
Está claro que lo que ocupa hoy todos los espacios informativos de la tele, la radio y los periódicos es esta sequía ilustrada con imágenes desérticas, cosechas malogradas y terrenos más yermos que el recorrido del rally París-Dakar. Pero el asunto es tan repetitivo que los más viejos del lugar recordamos, sin necesidad de hacer grandes esfuerzos, aquellas peroratas de Franco diciendo con vocecita atiplada que «Después de una guerra, una posguerra, una pertinaz sequía y la incomprensión de todas las naciones, el movimiento nacional surgió fuerte y viril de los campos abruptos del comunismo». Mientras el caudillo de las Españas soltaba esas cosas, servidor se ocupaba de convencer a sus colegas de que no había razones para preocuparse: ni por la sequía extrema, ni por las riadas.
Más tarde, cuando ese señor mayor que vivía en El Pardo pasó a mejor vida la meteorología dejó de formar parte de la conspiración judeo-masónica para convertirse en un apartado informativo de la tele nacional que el Gobierno de turno encomendó en 1956 a Mariano Medina, parodiado infinidad de veces aunque la mejor imitación que recuerdo es la de Gila que había diseñado un mapa que mandaba los vientos del anticiclón «primero a los ingleses de Inglaterra y luego un poco al Peñón de Gibraltar, a ver si se resfrían y se van».
Hablo de un tiempo en el que el firmante se agobiaba hablando por dos o tres teléfonos a la vez intentando tranquilizar a los periodistas y, a través de ellos, a los ciudadanos que vivían con preocupación y susto tanto las riadas como las sequías, aunque no había (ni hay) color entre las primeras y las segundas. Porque, no nos engañemos: cuando no llueve los campos están más secos que el ojo de mi sosias Toñín Calvo, que es tuerto, y así pueden pasarse varios meses hasta que un buen día se pone a jarrear y todo quisque se olvida de la pertinaz sequía.
Pero, según mis conocimientos, más agobiante que la falta de lluvias durante meses (como está pasando en este momento), es ver crecer de una hora a la siguiente el río que tienes más cerca, que en mi caso era y sigue siendo el Pisuerga. Un caudal que ha llegado a inundar por completo el Parque del Poniente y a cerrar a cal y canto el Puente Mayor, que sólo podía utilizar una persona cada vez. Para hacerlo, tal y como me contó en su día mi buen amigo Chuchi Cano, cuando era muy peligroso cruzar lo hacían de peatón en peatón llevando de un lado a otro una estaca a modo de señal. O sea: si Fulanito tenía que ir al barrio de La Victoria, por ejemplo, el encargado de la CHD le daba un testigo (un palo) que debía entregar al colega que esperaba al otro lado para que éste autorizara al viandante que iba, por ejemplo, al mercado del Val, de tal manera que solo podía circular por el puente una sola persona y con el palitroque en la mano.
En aquellas situaciones tan estresantes había momentos de relajación cuando algún reportero tocapelotas como mi buen amigo Nacho Foces, me preguntaba por la capacidad de un embalse, el de Riaño, por ejemplo, y servidor (en plan técnico) contestaba que 650 hectómetros cúbicos. «Sí, ya», respondía él, «pero ¿cómo cuantas botellas de un litro podrían llenarse con todo ese agua?». Servidor, que sabía que la pregunta iba de coña se ponía circunspecto y respondía siempre lo mismo: «si un hectómetro es un millón de metros cúbicos y cada metro cúbico tiene mil litros, calcula tú que a mí no me da la cabeza. Es como si me preguntaras cuántos milímetros hay de Valladolid a Barcelona por carretera». Gracias a estas chorradas nos descojonábamos de risa rebajando la tensión.
Ignoro si ese buen rollito entre colegas que cubren sucesos como los comentados se mantiene ahora que nos hemos vuelto todos tan circunspectos. Menos mal que todavía hay gente que a través de las redes sociales invita a repetir varias veces al día una oración que incluso ha llegado a mi teléfono pidiendo «a Dios Padre, providente y generoso que el agua llegue a nosotros como una bendición del cielo. Concédenos la lluvia que nuestros campos necesitan y nuestros animales aguardan», terminando el rezo con un 'amén' rotundo. No sé si estas oraciones servirán de algo, pero contrastan una barbaridad con lo que respondía don Aniceto, párroco de un pueblo de la provincia, a quienes iban a pedirle sacar a San Isidro en procesión. «A ver (decía el señor cura): si queréis sacar al santo, lo sacamos, pero de llover no está…».
Anda, que no tenía escuela el páter…
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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