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Coches que hablan por los codos

Coches que hablan por los codos

Tiempos modernos ·

Estas modernidades contrastan con aquellos vehículos que arrancaban a manivela, que les sonará a chino a los veinteañeros

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 4 de marzo 2023, 00:11

Aunque no logro recordar qué marca de coches se anuncia en la tele ofreciendo la posibilidad de devolverlo tras haberlo probado durante cuatro años, me parece una de las mejores estrategias de venta que he escuchado en mucho tiempo. La oferta es buena porque no tiene que ser fácil elegir entre la selva de bugas eléctricos, a gas, híbridos, gasolina o diesel, bioetanol y otras posibilidades que se me escapan. No obstante, mi amigo Felipe del Río, abogado más listo que el hambre, me ha dicho que en España existe la llamada Ley de Devoluciones que tiene más años que la Tarara: concretamente dieciséis. No obstante, el docto letrado me recuerda «que no se puede devolver cualquier cosa porque se te ponga en las narices, pero si te pones muy pesado puedes hacerlo con muchas mercaderías sin dar demasiadas explicaciones». Para afianzar sus sabios conocimientos el letrado me avisa de que la posibilidad de 'arrepentirse' de la compra no se aplica a todos los productos, ya que «las películas, los discos musicales, los videojuegos, el software, los libros o las revistas no pueden devolverse desde el momento que se rompe su precinto protector». Gracias, Felipe, pero no estamos hablando de eso sino de autos de cuatro ruedas y la de repuesto.

Actualmente, aunque sea posible devolvérselo al fabricante no tiene que ser fácil elegir el mejor vehículo porque las prestaciones son infinitas: reconocer a distancia al portador del mando y abrir las puertas, avisarle al aparcar si está demasiado cerca de una columna, recoger los retrovisores en cuando se aleja y escucharle cosas como «pare a repostar», «puerta mal cerrada» o si les falta aire a las ruedas. No exagero si digo que hay coches que hablan y hacen más compañía que algunos copilotos.

Sin garaje ni farola

Todas estas modernidades contrastan con aquellos vehículos que arrancaban a manivela, una herramienta que estoy seguro les sonará a chino mandarín a los veinteañeros que se compran su primer buga y sin ningún parecido con el primer coche que salió de la cadena de Renault, que entones se llamaba FASA: el cuatro-cuatro. Recordando aquella efeméride, don Miguel Delibes dejó escrita una anécdota que me encanta repetir: «Yo fui uno de los jóvenes entusiastas que aplaudí la salida del cuatro-cuatro (el 'ahiguita', como le decíamos), y como no tenía dinero me las agencié para conseguir que mi amigo y compañero de El Norte, Fernando Altés, comprara uno para las necesidades del periódico». Tengo que preguntar al 'dire' actual si queda algo de esa joya con ruedas…

De todas formas, mi experiencia con los coches nada tiene que ver con el 'ahiga' del diario, salvo que fue uno de esa marca y modelo el que me atropelló cerquita de casa en la carretera de León. Aunque no me pasó nada grave, todavía recuerdo la cara de mala leche del conductor, que en lugar de preguntarme si me había pasado algo me echó una bronca del carajo la vela por cruzar «sin mirar, cegato, más que cegato». Por si las moscas, en casa no dije ni mu, y creo que esa mala experiencia pionera con el cuatro-cuatro fue determinante para que mi primer vehículo no fuera un Renault sino un Seat 850 rojo con asientos de plástico blanco que cocinaban cualquier culo a fuego lento. Porque ambos vehículos, estimado lector, no tenían ni siquiera cinturones de seguridad aunque a muchos nos parecía un crimen estar sujetos a un asiento en caso de accidente. Mi vecino Toño Escobar solía decir algo que pensábamos casi todos: «a ver, listo que eres un listo: si te das una hostia y vas atado ¿cómo sales del coche?». Por aquel entonces siempre me pareció que tenía toda la razón, y actualmente está muy mayor para quitársela.

Hablo de un tiempo en el que podías comprar un utilitario y pagarlo a plazos, aunque la posibilidad de devolverlo era nula. Tomando un carajillo mañanero con Miguel 'el Pichi' me recuerda lo «guay que era tener un amiguete en el concesionario para que te dieran el coche pronto, porque había una lista de espera más larga que las de Cáritas de ahora». Mi contacto fue Julito Vélez, 'el Mosca', excompañero de Cristo Rey con el que coincidí dos o tres cursos en las clases de Mecánica, un sitio donde él aprendió cosas de motores y yo me pasé dos años limando primero una pieza de hierro, luego otra y así sucesivamente. Sin embargo, al Vélez aquello le sirvió para encontrar su primer trabajo en un concesionario de Seat, y a mí para que, gracias a él, me dieran el buga tras una espera muy corta para aquellos tiempos: cuatro meses. Cuando fui a recogerlo ni se me pasó por la imaginación preguntar si podía devolverlo en caso de no quedar satisfecho porque todavía faltaban tres décadas para que se aprobara la citada Ley. El coche era tuyo (o del banco, si habías firmado letras) desde el instante en que salía del garaje del concesionario hasta que acababa en el desguace, razón por la cual había que cuidarlo con más mimo que a cualquier otra cosa, persona o animal.

Por eso, durante la primera noche en Pajarillos, sin garaje y casi ninguna farola cerca, me levanté de la cama ocho o diez veces a ver si seguía allí mi 'Pepito', que así le bauticé desde el primer momento. En consecuencia, no creo necesario explicar el berrinche que me llevé cuando llegó el primer golpe en un cruce que me dio un pijo-de-Valladolid al que conocía de lejos con un buga grande y lujoso que me desplazó el motor de mi querido Seat 850, que tardé casi tres semanas en recuperar. Con los años aquel pijo y un servidor coincidimos en grupos comunes pero la tirria que le había cogido me impidió hacer las paces. Y hasta hoy.

A falta de aire acondicionado (para eso faltaba todavía un siglo), le coloqué unos bafles en la parte trasera para reproducir la casete a toda pastilla tocando cosas de Mari Trini, Los Relámpagos, Los Pekenikes y, dos semanas antes del 23 de abril, las jotas de Agapito Marazuela que nos incitaban a gritar por las ventanas delanteras abiertas: «¡Castilla, entera, se siente comunera!». Ahora que lo escribo siento un poquitín de vergüenza por no decir bochorno, pero éramos tan patriotas…

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