Atrás quedaron los desfiles de coches, los bailes de máscaras, las fiestas en salones y teatros, los disfraces entre la población. El 3 de febrero de 1937, Luis Valdés Cabanillas, gobernador general de la Junta Técnica del Estado, firmaba en Valladolid el auto de defunción ... de los Carnavales. España estaba sumida en la Guerra Civil y las nuevas autoridades decidieron acabar con la fiesta. No se podría celebrar ni siquiera en las ciudades que ellos denominaban «liberadas». La nueva España que pretendían construir terminaría para siempre con los Carnavales. Al menos esa era su pretensión.
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Hasta entonces, Valladolid había celebrado la fiesta con el apoyo entusiasta de las autoridades locales. En efecto, desde el Ayuntamiento se organizaban concursos para valorar la mejor carroza con disfraces, el mejor baile de máscaras, los coches más originales. Todo ello en un espacio privilegiado: la Acera de Recoletos, denominada entonces Avenida de Alfonso XIII, que durante unos días se convertía en el lugar de desfile carnavalesco por excelencia, engalanada con farolillos de colores y salpicada de serpentinas y confeti. Al anochecer, la fiesta seguía por el Paseo del Campo Grande y por la Acera de San Francisco. Entre todos los disfraces sobresalía, según la prensa, la «destrozona», que consistía en una máscara de mujer compuesta con los trapos más roñosos que se encontraban.
Aunque en alguna ocasión los concejales más conservadores, ligados fundamentalmente a la Iglesia católica, solicitaron la celebración de los Carnavales en privado, en teatros y casinos fundamentalmente, la fiesta continuó en el espacio público hasta febrero de 1936, víspera de la Guerra Civil. Esta desbarató el festejo por completo. Una vez tomada la capital vallisoletana por los militares sublevados el 18 de julio de 1936, se instaló en ella el gobernador general de la Junta Técnica del Estado, una suerte de súper gobernador civil encargado de asumir la dirección de todas las administraciones públicas en una provincia o varias, así como la jefatura superior de las fuerzas de orden público.
El primer gobernador general nombrado por Franco fue Fernando Formoso, a quien en noviembre de 1936 reemplazó el general Luis Valdés Cabanillas. Y fue este quien, siguiendo directrices superiores, emitió la orden que prohibía definitivamente los Carnavales. Fechada en Valladolid el 3 de febrero de 1937, lo hacía por las circunstancias bélicas en las que se encontraba el país y en aras de facilitar la victoria de los sublevados: «En atención a las circunstancias excepcionales por que atraviesa el país, momentos que aconsejan un retraimiento en la exteriorización de alegrías internas, que se compaginan mal con la vida de sacrificio que debemos llevar, atentos solamente a que nada falte a nuestros hermanos que, velando por el honor y la salvación de España, luchan en el frente con tanto heroísmo como abnegación y entusiasmo, este Gobierno general ha resuelto suspender en absoluto las fiestas de Carnaval».
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Pero el final de la guerra no supuso, ni mucho menos, el resurgimiento del Carnaval, pues el significado profundo de la fiesta, que en buena medida subvertía el orden establecido, contravenía los ideales nacionalcatólicos imperantes y generaba alarma entre unos gobernantes que solo contemplaban celebraciones masivas para exaltar al Caudillo o conmemorar una festividad religiosa. Así, el 12 de enero de 1940, Ramón Serrano Suñer, ministro de la Gobernación, emitía una orden ratificando la prohibición de 1937, pues, a su juicio, no había razones para anularla. Las instrucciones eran de obligado cumplimiento para gobernadores civiles y alcaldes, como les recordaba cada año el Ministerio de la Gobernación y el mismo gobernador se encargaba de publicar en el Boletín de la Provincia.
La prohibición era triple: no se autorizaban disfraces por calles y vías públicas, «aunque sea sin antifaz»; tampoco se podía celebrar nada parecido al Carnaval en los salones de baile; finalmente, quedaba «prohibido en las salas de espectáculos de cualquier clase, calles y plazas públicas el uso de confeti y serpentinas». Quien contraviniese la orden sería denunciado y severamente multado. Aunque en algunas ciudades con mucha tradición, como Cádiz y Santa Cruz de Tenerife, se actuó con algo más de permisividad cambiando el nombre de Carnaval por el de «fiestas de invierno», las autoridades locales se emplearon a fondo en la vigilancia. Lo mismo se hizo en algunos pueblos donde era una tradición arraigada, sobre todo a partir de mediados de los 60. En Toro, por ejemplo, ya se celebraban desfiles de disfraces en 1967, y en Pedrajas de San Esteban en 1975. Con todo, la fiesta popular en las capitales no se retomará plenamente hasta la llegada de la democracia.
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