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Gracias a un par de amigos he tenido la suerte de conocer de cerca a varios policías, generalmente de 'la secreta', incluyendo al penúltimo jefe superior de Valladolid al que conté mi aventura de pasar una noche en los calabozos de Felipe II por haber corrido menos que los guardias. Cuando le dije a don Juan José Campesino que estuve durmiendo en esos calabozos (es un decir porque los grises me habían molido a palos y ni siquiera había colchoneta) me dijo que actualmente son archivos y me sugirió visitarlos, invitación que decliné porque hay sitios que con ir una vez en la vida es suficiente. Con él y con viejos amigos ya retirados intentamos comparar aquella Policía de hostia va y hostia viene con la actual, que no digo yo que no suelten algún sopapo de vez en cuando, pero procurando no arañar al presunto delincuente que tiene derecho a abogado gratis desde el primer momento. Lo que he podido notar en mis charletas sobre los métodos policiales del siglo actual no se parece en nada a los que empleaban en los años 50-60, de los que hablaré un poco después.
Actualmente, y según todas las fuentes consultadas, la Policía de 2024 basa su eficacia en la ciencia forense, que dispone de «servicios de criminalística, identificación, analítica e investigación técnica», así como la posibilidad de elaborar «los informes periciales y documentos que les sean encomendados», según reza su página web oficial. Aunque cabe esperar que todavía haya agentes de la vieja escuela, lo que se lleva ahora, según me cuenta mi amiguete Tomás de Fernando, experto en el tema, es que los polis de ahora dediquen una parte «importante de su tiempo a prestar servicios de criminalística, identificación, analítica e investigación técnica». Y aunque esto parezca muy novedoso, aprovecho que estamos tomando un vino y en son de paz le cuento que el hermano de un íntimo amigo «ya era de la Científica cuando aún vivía Franco», aunque no con los medios de que dispone actualmente. Solo por señalar algunos mi interlocutor cita departamentos tan raros como el Servicio de Información Lofoboscópica o el SAID, que traducido al cristiano quiere decir Sistema Automático de Información Dactilar, que permite a los señores agentes «acceder en menos de un minuto a la partida de nacimiento del sospechoso».
Todas estas moderneces contrastan una barbaridad con los guardias que cito en el primer párrafo, que la 'maquinaria' más precisa que utilizaban era la mano abierta o la amenaza de acabar muerto en el patio de la Comisaría de Valladolid tras haber 'caído fortuitamente' desde un despacho situado unas plantas más arriba. Para no hacer del presente comentario un dramón de padre y muy señor mío sobre las 'licencias' para matar que tenían hace medio siglo algunos fulanos en este país le contaré una historia de la que fui, sin querer, medio protagonista. Corrían los años setenta cuando, acompañado de mis amigos Modesto Velasco y Quique Parra, compramos entradas para ver en Madrid 'La sopera', una obra de teatro protagonizada por Manolo Gómez Bur que llevaba años en cartel y para la que nunca había localidades libres. En la fila que nos tocó tenía a mi derecha a un señor del que apenas recuerdo nada, y al otro lado mis dos amigos y, más allá, más señores viendo la función.
De repente, el caballero que estaba a mi lado inclinó la cabeza y se recostó en mi hombro. Un poco mosca por la confianza que se tomaba, pensé que se había quedado dormido y le empujé ligeramente para que despertara, pero el tipo volvió a recostarse, por lo que tuve que pedir ayuda al acomodador, una figura ya desaparecida de cines y teatros, y que tenía cierta autoridad. Por lo bajinis para no llamar la atención le dije al empleado que el caballero estaba recostado en mi hombro, lo que le hizo suponer que se había quedado traspuesto, aunque la sensación era de desmayo, más que de sueño. Como el de la linterna me pidió ayuda para sacarle al hall lo llevamos hasta allí y lo depositamos en un sofá de color azulón que no olvidaré jamás. El acomodador, más listo que el hambre, volvió a la sala preguntando si había algún médico en ella que pudiera echar una mano; al poco, salió un galeno que tras tocar al señor en el pescuezo dijo, tajante: «está muerto, llamen a la Policía». Fue la taquillera la encargada de hacer esta gestión, y el acomodador quien me recordó que por haber sido yo el descubridor del pastel tendría que esperar al coche patrulla o lo que fuera. Al cabo de un rato aparecieron dos policías jovencillos: el primero, volvió a tocarle la carótida y, no conforme con el diagnóstico de su compañero, empezó a hacerle el boca a boca. Viendo aquella escena de un chaval más joven que yo intentando reanimar a un tipo insuflándole aire por los morros comprendí que ser policía era algo más que apretar las clavijas a un estudiante pillado con doscientas octavillas pidiendo libertad. Cuando me preguntaron quién había descubierto el pastel y confesé que yo, uno de los agentes dijo que tendría que ir a declarar a Comisaría, esperando, eso sí, a que llegara el señor juez para ordenar el levantamiento del cadáver.
Para desgracia de un servidor, los agentes que habían acudido a la llamada pertenecían a la Comisaría de Canillas, que estaba a-tomar-por-culo de mi hotel y que abandoné pasada la medianoche tras haber declarado todo lo que me preguntaron. Como el buen poli que había insuflado aire al muerto, me vio desolado y esperando que pasara un taxi (entonces no había móviles desde donde llamar) ordenó a un guardia de uniforme que me llevara en el coche patrulla hasta donde le dijera. Cuando me presenté en el tugurio donde estaban mis amigos Quique y Modesto tomando copas me preguntaron a bocajarro que dónde coños me había metido.
Años después de aquella aventura escuché una entrevista que le hacían al señor Gómez Bur que tuvo la desfachatez de decir que La Sopera «era una obra de teatro tan graciosa que un espectador se murió de risa en la sala del teatro». La madre que le parió…
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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