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Encontraron el cadáver junto a la calle de Panaderos, al lado de la fábrica de Gabriel de la Muela. ARCHIVO MUNICIPAL
Un cadáver atado de pies y manos

Un cadáver atado de pies y manos

Tenía 41 años y 42 pesetas en el bolsillo cuando lo encontraron flotando en el Esgueva; era julio de 1907 y la policía no tardó en esclarecer el caso

Martes, 21 de enero 2020, 07:22

«Muchos creían en la perpetración de un crimen; otros, en un extraño suicidio. Nada puede por ahora asegurarse». Era la primera impresión del periodista de El Norte de Castilla al observar, impresionado, aquel cadáver. Estaba atado de pies y manos y flotaba en el Esgueva. La noticia corrió como la pólvora en la ciudad. Era el 5 de julio de 1907 y nadie parecía saber su identidad.

Se lo encontró por casualidad uno de los dependientes que trabajaban en la fábrica de Gabriel de la Muela, situada en el número 4 de la calle de Pi i Margall (hoy Panaderos), cuyo edificio principal daba a la orilla del río Esgueva. Estaba en un sitio muy cercano a la presa. Lo primero que hicieron los agentes de la guardia municipal fue llamar al juez de instrucción, Hernández Martín, y, por orden de éste, depositar el cadáver en la posada de Fortunata del Pozo, muy cerca del lugar. Enseguida empezaron las pesquisas.

La imagen era truculenta: «El rosto del ahogado aparecía con señales de congestión. Se supone que el cadáver no llevaba mucho tiempo en el agua. Tenía ligadas las dos piernas por un cordel que daba hasta tres vueltas y estaba perfectamente anudado. La mano derecha se hallaba también fuertemente sujeta al cuello por otra cuerda». Nadie sabía quien era. Tampoco los dueños y los clientes de las posadas de la calle Muro, a quienes se les mostró, pudieron reconocerlo.

Mientras los facultativos del Hospital Provincial se disponían a hacerle la autopsia, las calles de Valladolid eran un hervidero de rumores. El suicidio se descartó de inmediato. El primero en publicarlo fue el decano de la prensa: «Se duda de que el desdichado individuo, atado como se hallaba de pies y manos, pudiera arrojarse al río, pues no hay sitio a propósito en aquellas inmediaciones; ni entrar poco a poco en el agua, porque el cordel que le ataba las piernas estaba fuertemente apretado a los tobillos».

Las únicas pertenencias que llevaba eran 42 pesetas en plata, guardadas en una bolsita de lienzo, otras seis en plata y cincuenta céntimos en calderilla en uno de los bolsillos del chaleco, un lapicero, una llave, una cartera con un resguardo expedido por el Ayuntamiento de Villagarcía y «un reloj de acero, parado en la una y quince minutos, sujeto al cuello por un cordón negro de seda». La descripción decía que era un hombre de regular estatura, chato, de entre 30 y 35 años y con el rostro completamente afeitado. «Vestía pantalón y chaleco de pana labrada, de color gris, faja y blusa negras, botas del mismo color, y en la ropa interior estaban marcadas las iniciales V.G.C.».

El misterio, sin embargo, duró poco. 24 horas después de que el periódico publicase la noticia, las pesquisas policiales dieron fruto. Lo primero que se supo es que el hombre en cuestión se llamaba Víctor García Callejo y trabajaba como tratante de ganados en la localidad segoviana de San García. Tenía 41 años, era soltero y acababa de perder a su hermano, y socio, de nombre Isaac, cuando mejor les iba el negocio. «En el pueblo era muy apreciado por su buen natural y su bondadoso trato. Tan bueno era y tan exento de picardía, que por un inocentón, un infeliz, le tenían sus convecinos: hombre incapaz de hacer el menor daño a nadie», señalaba El Norte.

Dos alforjas

El 30 de junio había tomado el tren en la estación de Santa María de Nieva, cerca de San García, donde vivía con su madre, en dirección hacia su fatal destino. Llevaba un par de alforjas que contenían «dos trozos de carne asada y de jamón y una botella mediada de vino: los restos de la merienda». Las había dejado en una cantina de la calle de la Estación, esquina con Muro, y fue lo primero que halló la policía al poco de iniciar sus pesquisas.

Allí les contaron que Víctor había ido a comer el día de la tragedia, dando buena cuenta de unas tajadas de merluza rebozada y varias copas de vino. Salió hacia las seis de la tarde, después de encargar una cama al dueño de la posada, de nombre Andrés Prieto. Cuando regresó, en torno a las nueve y media de la noche, convidó a unas cuantas rondas a los huéspedes que le acompañaban. Fue entonces, según las declaraciones de Prieto, cuando entró un individuo extraño con acento catalán, con quien compartió unos tragos antes de salir de nuevo. Eran las once y media de la noche y Víctor le dijo que podía disponer de la cama, pues no pensaba ir a dormir.

La hipótesis del robo y el asesinato se abrió paso cuando la policía dio con dos individuos «de pésimos antecedentes», recién salidos de la cárcel de Segovia. «Se les conoce como especialistas en el juego de 'los pastos', acreditado procedimiento para desplumar incautos. El uno es alto, fornido y habla con marcadísimo acento catalán. El otro es de mediana estatura y delgado. Los dos han sido detenidos», informaba este periódico. Se trataba del riojano Juan Pinillos y del catalán Jaime Pujol, a quienes la policía había detenido días antes en Segovia.

Fueron puestos en libertad el día 30 y llegaron a Valladolid andando por la vía férrea. Según sus declaraciones, lo primero que hicieron fue entrar en una taberna del Paseo de Zorrilla y jugar una partida de tute con un tratante de ganados, al que ganaron diez pesetas. Como éste no les podía pagar, les entregó a cambio una manta que ambos empeñaron en una casa de préstamos de la calle de Miguel Íscar. Todos los indicios indicaban que aquel tratante era, en efecto, el malogrado Víctor, toda que vez que el propio Pinillos reconoció las alforjas en el mismo momento en que se las enseñaron. Aunque ambos lo negaron todo, el juez ordenó su ingreso inmediato en la cárcel de Chancillería.

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