![La burguesía, en el punto de mira](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202104/27/media/cortadas/obreros-Re00Pzsnby9UFci3CNflVdM-1968x1216@El%20Norte.png)
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«Grandes y muy graves son los atropellos que se han cometido en Zaragoza y Valladolid». La frase, dirigida al ministro de la Gobernación, se escuchó en el Congreso de los Diputados el 5 de mayo de 1891. Era un duro reproche al gobierno por lo ocurrido aquel Primero de Mayo de hace 130 años, cuando Valladolid se convirtió en una de las capitales más conflictivas del país junto con Barcelona y Zaragoza. ¿Qué había ocurrido?
En toda España, los obreros organizados cumplieron por segunda vez el mandato del Congreso de la Segunda Internacional, celebrado en Paris a mediados de julio de 1889, de declarar el 1 de mayo como día del trabajo y celebrarlo con manifestaciones, huelgas y otros actos de carácter reivindicativo. Se trataba de retomar la campaña promovida en 1884 por la Federación de Sindicatos Americana, consistente en reclamar la jornada de ocho horas a partir del primero de mayo de 1886.
Al igual que ocurrió el año anterior, los obreros de filiación anarquista lideraron el 1º de Mayo en Valladolid, pues faltaban todavía unos meses para que cristalizase la organización obrera socialista. Hubo periódicos nacionales que no dudaron en trazar un panorama de clara división en la capital del Pisuerga: por un lado, albañiles, ebanistas, carpinteros y pintores, todos de clara tendencia anarquista y partidarios de ir a la huelga para exigir el cumplimiento de la jornada de 8 horas y un aumento de jornal; y, por otro, ferroviarios, sastres, tipógrafos, panaderos, zapateros, obreros de la fundición, tejerías, fábricas de papel y de curtidos, más inclinados hacia el socialismo y reticentes a la huelga.
La fuerza de los anarquistas, sin embargo, inclinó la balanza a su favor. Así se verificó en la reunión mantenida en el Teatro de la Comedia el 30 de abril de 1891: los obreros de Valladolid irían a la huelga general en caso de que los patronos -como era previsible- se negaran a conceder las 8 horas de jornada laboral, el incremento de un real de salario y la prohibición del trabajo a destajo. Al gobernador Santoyo no le quedó otro remedio que ordenar a la Guardia Civil y a las tropas mandadas por el capitán general custodiar puntos clave como los talleres del ferrocarril de la capital y de Medina de Rioseco, los almacenes de las fábricas del Canal de Castilla, los depósitos de agua, las estaciones telegráfica y de telefonía, la delegación del Banco de España, la fábrica de gas y el colegio de los jesuitas.
Aquel 1 de mayo cayó en viernes. Desde primera hora de la mañana, los cerca de 2.000 obreros de la Estación no entraron a trabajar. Era el preludio de lo que se avecinaba. En el mitin de la Plaza de Toros vieja, situada junto al cuartel de la Guardia Civil, arengaron a los más de 3.000 congregados los principales líderes de la movilización. «El compañero Gago, jefe de los anarquistas españoles», calificó de «hipócritas» a los escritores por llamar a una calma «que no se puede mantener. (...) Sostiene que, según Proudhon, la propiedad individual es un robo. Niega que sirvan de algo las cajas de resistencia. Dice que es anarquista y que lo sería al pie del patíbulo».
Hablaron también el abogado Luis Zapatero, para quien «la honrada clase obrera debe profesar el sacrosanto lema de libertad, igualdad y fraternidad, y la huelga de mayo será una estocada de muerte a la burguesía»; el albañil Eusebio López, harto de «construir palacios para la burguesía mientras nosotros habitamos miserables chozas»; el panadero Felipe Domínguez, que denunció su jornada de 16 horas «para que puedan llevar los burgueses a la cama el chocolate»; el sastre Claudio Pastor, que calificó a los burgueses de «vampiros con frac y guante negro que gozan de todos los placeres»; el albañil Castor Vergara, con un llamamiento a los jóvenes para que «en lo porvenir no consientan los sacrificios que han soportado sus padres»; el sastre Laureano Guerra, que pedía «la reducción del trabajo por necesidad, no por vagancia»; y el estudiante Pedro Becerro, para quien «los obreros de la inteligencia se unen a los demás compañeros» en la lucha contra unos burgueses «que derrochan capitales en banquetes suculentos».
Por la tarde, la huelga era generalizada. El gobernador afianzó el control por parte de las fuerzas de orden público y tuvo que recurrir a obreros de la administración militar para procurar el abastecimiento de pan. Los albañiles hicieron públicas sus peticiones de subida de salario para todas las categorías, mientras grupos de manifestantes recorrían fábricas y talleres para impedir que otros compañeros acudiesen al trabajo. El mitin del Teatro de la Comedia, el 3 de mayo, subió de tono hasta el extremo de escuchar arengas a favor de métodos de lucha ilegales. El delegado del gobierno no dudó en suspenderlo.
Los desórdenes fueron aún mayores en las inmediaciones de la Plaza de Toros, donde representantes de los ferroviarios preparaban un mitin para decidir la postura a seguir. Grupos de obreros partidarios de la huelga se amontonaron a las puertas y obligaron a intervenir a la caballería. Se oyeron disparos y no faltaron atropellos y lanzamiento de adoquines. Ya entonces, los principales líderes habían sido detenidos y conducidos a prisión. Este hecho fue determinante para que los más dubitativos regresaran al trabajo. Así hicieron operarios de la Estación del Norte, tipógrafos, panaderos, curtidores y sombreros.
Al día siguiente, 5 de mayo, dieron el mismo paso los carpinteros, a quienes seguirían los albañiles y los canteros. Otros siete huelguistas fueron detenidos por coaccionar a jornaleros de las huertas cercanas al cementerio. Aunque la prensa aseguraba que la tranquilidad reinaba en las calles, miembros de la Guardia Civil y caballería del regimiento de Almansa vigilaban las inmediaciones del Campo Grande para evitar nuevas algaradas.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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