Si Dios no lo remedia, de hoy en una semana estaré de boda, jarana que me gusta entre poco y poquísimo pero a la que hay que ir, salvo causa de fuerza mayor. Puede que les parezca rarito, pero esos boatos en los que se ... desposan los hijos (¡o los nietos!) de mis amigos se me hacen interminables, hasta el punto de que voy buscando rincones donde descansar porque la juerga dura más que una campaña electoral. El sitio elegido para la ocasión de hoy está a las afueras de la ciudad donde viven maritalmente desde hace más de una década los novios, que van acompañados de un zángano al que se le van marcando en la cara los primeros granos de la pubertad. Lo más sorprendente es que la pareja lleva meses preparando un evento que, por lo que he leído, cuesta un huevo de la cara y la yema del otro. Porque ahora, desocupado lector, cualquier boda se celebra en un espacio enorme que tiene de todo, como las casas molineras, y en el que es obligatorio estar cuatro o cinco horas. Con decirles que en la última boda me empujé unos «medallones marinos con coulis de mango, frutos rojos con vinagreta de sésamo dorado», está dicho todo, salvo una cosa: ¿qué coños era todo aquello?
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Según me han ido contando los progenitores del chico, el menú elegido está por encima de los 200 pavos (¡¡¡33.000 pesetas!!!) por persona aunque, eso sí: dispone de maestro de ceremonias que como dice mi amiga Rosa Peláez que trabaja para una empresa destinada a estas cosas, su objetivo es conseguir que todos los asistentes pasen «un día mágico». Para no ir de paleto he consultado en Internet el tipo de servicios que presta una empresa especializada en hacerlo todo fácil y que garantiza hasta «ceremonias simbólicas» que, al parecer, consisten en simular el 'sí quiero' ante los invitados aunque los contrayentes se hayan casado un mes antes en el Juzgado o en el Ayuntamiento de su pueblo. O vayan con un lebrel de 14 tacos, que son los que tiene el hijo en común de la pareja casadera. Es lo que técnicamente se llama hacer la pamema, y si sobrevivo al evento, ya les contaré.
Según dice mi amigo Vicentín (cuya familia ya era rica el siglo pasado) «esto de los bodorrios debe ser un negocio del copón porque el convite sale a huevo de obispo», lo cual es un insulto cuando lo dice él que está forrado. Según su opinión todo está preparado para pasarse media jornada probando platos «que suenan sofisticados aunque su componente principal sea la chistorra». Para liarlo un poco más, interviene en la conversación Tinín Vera, cuya familia regentó durante tres generaciones una famosa bodega a las afueras que les permitió vivir sin apreturas a base de despachar tortilla de patata, ensalada verde y lechazo al horno, producto este último que, según él, sube de precio cuando el cordero pasa a llamarse «espaldita de ternera con compota de manzana al Cabernet Sauvignon». No me atreví a decirle que a servidor le dieron algo parecido en una boda y dejó a un lado del plato eso que la Academia define como «dulce de fruta cocida con agua y azúcar». Eso sí, 'aliñada' con un vino francés que hay que anunciar cerrando la boquita como cuando pronunciamos la 'o' de toda la vida. En cristiano: una mermelada sin ton ni son encima del lechazo.
Ni que decir tiene que el tinglado actual relacionado con el casorio no tiene nada que ver con las nupcias que se celebraban hace medio siglo, década arriba o abajo. Para empezar, lo suyo era casarse por la Iglesia donde se juraba amor eterno «hasta que la muerte os separe». Servidor se portó como un caballero español-de-toda-la-vida y cumplió el rito en un templo cristianísimo y lleno de esculturas policromadas. Es verdad que, de alguna manera, nos saltamos pasos previos como la confesión, que entonces se hacía de rodillas contando los pecados al señor cura, que en mi caso fue el padre Antonio Aradillas, periodista perseguido por la Iglesia tras haber escrito un libro cuyo título ya era pecado: 'Proceso a los tribunales eclesiásticos', que según lo calificó José Ramón Fresno, otro colega del periódico, «hacía un serio análisis de las burdas irregularidades que cometía la iglesia en los casos de anulación matrimonial». Una broma. Aunque parezca mentira, el libro fue secuestrado y denunciado ante la Justicia por el Tribunal Eclesiástico de Madrid, que acabó sobreseyendo la causa, según nos dijo el propio Aradillas mucho después.
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Eso, en cuanto a la ceremonia propiamente dicha, ya que la cena posterior nada tuvo que ver con las moderneces de los menús actuales. La misma se celebró en un conocido restaurante de las afueras especializado en estos eventos y, si mal no recuerdo, consistió en entremeses fríos y calientes, langostinos dos salsas, merluza en salsa verde, carne y tarta nupcial de varios pisos al son de la música de Mendelssohn. Tonadilla, por cierto, que algunos de ustedes recordarán utilizada para anunciar un detergente: «Case su ropa con Persil». Como dice Mikel López Iturriaga aquellos almuerzos nupciales eran «el hábitat natural de la comida viejuna» adjetivo que el especialista dedica a «los cócteles de gambas, las colas de langostinos a la gabardina, los dátiles con bacon o el mítico redondo de ternera con salsa marrón», también llamada «carne de boda». Hablo de unas ceremonias 'gastronómicas', por decirlo de alguna manera, en las que era costumbre cortarle la pajarita o la corbata al novio, vender los trocitos entre los invitados y entregar la recaudación a los contrayentes.
En fin, aquellas bodas eran muy diferentes de las actuales en las que a nadie le interesa si la novia es virgen o luce un bombo de ocho meses. Y en cuanto a los menús, ¿qué quieren que les diga? Pues que estoy deseando que llegue la semana próxima para probar uno que ofrece, entre otras pijadas de nombre raro, una «Cucharita de espuma de zarangollo con algodón de mojama, meloso de arroz carneroli con calabaza y spirulina o crema de patata morada con crema de queso y tomate deshidratado». No tengo ni zorra idea de lo que es, pero ¿a que suena bien?
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