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Aranda de Duero, febrero de 1612. El fiscal, Fernando Vigil de Quiñones, no duda en culpar a varios «brujos y brujas» de la localidad burgalesa de las muertes de «muchas personas, chicas y grandes, sin frío ni calentura, de golpes y cardenales y otros muchos malos tratamientos». En el proceso, que puede consultarse en el Archivo Histórico Nacional, se describe la celebración de «juntas, bailes y regocijos en los campos, valles y prados» de la comarca, en los que los asistentes «festejaban y alegraban al Demonio y le besaban debajo de la cola y le ofrecían servir brujeando y matando a todas las personas que le parecía así por enemistad que tenía con ellos como por otros particulares fines que los movían».
En dicho proceso se incluye una larga lista de asesinados por el grupo de seguidores del Maligno, «quitándoles la sangre y sustancia que tenían» y dejando apenas el pellejo y los huesos. Entre los brujos más destacados se acusó a Diego Francisco de Frías. Sin embargo, tiempo después, éste y otros supuestos cómplices, todos de Aranda de Duero, serían absueltos.
Pocos temas hay tan atractivos para la divulgación histórica como la persecución inquisitorial de sospechosos de «brujería y maleficios». Un mito, el de las brujas, que toma cuerpo en la Edad Media y que, como ha escrito Juan Blázquez Miguel, alcanza su culmen a partir del siglo XIV, después de que en los Alpes suizos y franceses se difundiesen historias sobre supuestas brujas voladoras y comedoras de niños. Pese a no haber sido concebida para este fin, la Inquisición se reveló como un arma poderosa contra tamaña «desviación» de la fe católica.
Blázquez se hace eco en 'Eros y Tanatos. Brujería, hechicería y superstición en España' de varios casos en las provincias de Castilla y León: por ejemplo, la supuesta plaga de brujas citada por el inquisidor general en tierras del obispado de Burgos en 1512, los focos sorianos de 1612, las ocho personas que las autoridades de Pancorbo mandaron quemar en 1621, o esa Juana Martínez, de la localidad segoviana de Ayllón, que, a finales del XVI, confesó haber aceptado la propuesta de una tal Matea de formar parte de su «círculo brujeril».
Consecuentemente, Matea «le untó los sobacos, pechos, corvas y tras las orejas con un mejunje negro, tras lo cual se le apareció el demonio y ella le prestó acatamiento. Una vez cumplidos los requisitos establecidos, ya pudo dedicarse con toda su energía a matar niños, de los que confesó haber asesinado a unos cuantos». La investigación posterior, sin embargo, no halló prueba alguna.
Otro caso famoso fue el de Casilda de la Puente, en Hormaza, provincia de Burgos, a quien en octubre de 1761, 19 testigos de su pueblo acusaron de brujería. El caso, analizado por la historiadora María Gómez Alonso, es representativo de cómo la comunidad contribuyó a forjar la imagen social de la bruja, pero también de la participación de la acusada en dicho proceso, con objeto de ganar autoridad y eludir su situación de exclusión social. Natural de Molinillos, Casilda tenía 73 años y, junto a su marido, Juan Vicente, labrador retirado, vivía de pedir limosna. La Inquisición actuó contra ella al otorgar veracidad a quienes la acusaban de hechos abominables y sobrenaturales, supuestamente perpetrados en comunión con el Diablo.
Así, María Pardo aseguraba que, estando en casa muy enferma, Casilda entró por la ventana «como una sombra» (…) y al mismo tiempo se puso el cuarto algo oscuro», se acercó luego a la cabecera de la cama y le espetó: «parece que te han puesto cascabeles», en referencia a unas reliquias que llevaba como collar. María quiso apartarla de un golpe, pero Casilda desapareció. Lucía Carrillo le acusaba de haber lanzado una maldición sobre su hija, de trece meses, por no cederle sitio en un velatorio. «Tu niña no llegará a mañana», le dijo, y así fue: al día siguiente, la niña murió.
A una mujer embarazada le habría advertido de los «bocados y pellizcos que tengo que dar a la criatura», y, nada más dar a luz, como tuviera «los pechos muy cargados», le dijo «que ella se los mamaría». Cuando la mujer la rechazó al grito de «¡Belzebú!», la vieja, furiosa, respondió: «Ya verás lo que te sucede (…). Ese mismo día se le puso un pecho tan malo que por más de dos meses padeció gravísimos dolores».
Aún más: un día, la madre dejó al niño solo en casa, con la llave echada y nadie en su interior. Cuando regresó, apenas media hora más tarde, se lo encontró lleno de cardenales y arrojando mucha sangre por la boca; el pequeño murió a los cuatro días. Incluso una joven de 12 años aseguraba que Casilda la invitaba a su casa, le daba comida y ajos y le prometía que la «había de hacer tan pulidita que cupiese por el ojo de una abuja (sic)», animándola a que rezase al diablo e informándola de que podría hacerla llegar a Zamora en apenas una hora. Hasta su marido, insistían los testigos, reconocía que Casilda pasaba las noches fuera de casa y que no regresaba hasta primera hora de la mañana.
Acusada de tener un pacto con el Demonio, el 3 de agosto de 1763 fue llevada a la cárcel vallisoletana de la Inquisición, donde fallecería dos meses después. Previamente le habían requisado todos sus bienes, consistentes en una manta y una camisa.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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