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Era una oportunidad que no podía dejarse escapar. Valladolid sacaba pecho por estar protagonizando un auténtico progreso económico, y ahí estaban, para demostrarlo, la Sociedad Electricista, el Banco Castellano o el proyecto de explotación del Canal del Duero. Entonces llegaron ellos. Hombres de negocios que buscaban relanzar las comunicaciones con la provincia, convencidos como estaban de que los pueblos de Valladolid, sobre todo los más relevantes, necesitaban un canal fluido para el turismo interior y para facilitar los viajes hacia la capital. Y que todo ello, por supuesto, daría beneficios.
El contexto de aquel enero de 1900, a decir de El Norte de Castilla, no podía ser más oportuno: «Después de muchos años en que Castilla parecía dominada por estéril marasmo, que hacía suponer a muchos su impotencia para poder llegar al poderoso desenvolvimiento industrial que se observa en otras regiones, una fiebre saludable, no la que aniquila y mata, sino la que precede al crecimiento de los individuos y de los pueblos, se ha apoderado del nuestro».
Se trataba de dotar a la capital vallisoletana de tres líneas de automóviles -luego se ampliarían a cuatro- para comunicarla con «pueblos importantísimos» que, a juicio de los promotores, ofrecían una creciente demanda. Era el 20 de enero de 1900 cuando la Sociedad Española de Automóviles, creada con un capital inicial de 500.000 pesetas, se presentaba públicamente bajo la presidencia de Francisco Javier Gutiérrez. Le acompañaban José de la Viña (vicepresidente), Francisco Valderrábano (director gerente) y los consejeros Narciso de la Cuesta, Vicente Sagarra, José María Zorita, Millán Alonso Pombo y un vecino de Tiedra llamado Hermenegildo Alonso.
Querían comenzar el verano con tres líneas de automóviles. La primera, «de Valladolid a la Puebla de Sanabria, pasando por Medina de Rioseco, Villalpando, Benavente, y Mombuey. Total de recorrido, 145 kilómetros». Le seguía la línea entre Valladolid y Zamora, pasando por Simancas, Tordesillas, Mota del Marqués y Tiedra: 100 kilómetros en total. Para terminar, se conectaría Valladolid con Fuentesaúco, pasando por Tordesillas, Siete Iglesias, Alaejos, Vadillo y Fuentelapeña. «Cuando esté terminada la carretera de Tordesillas a la Nava del Rey, los automóviles pasarán por esta última ciudad», aclaraban los promotores.
Al mes siguiente se inaugurará la línea entre Segovia y La Granja, y, en noviembre de 1900, el trayecto entre Valladolid y Encinas, pasando por los pueblos de Renedo, Castronuevo, Villarmentero, Olmos de Esgueva, Villanueva, Piña de Esgueva, Esguevillas, Villafuerte, Amusquillo, Villaco, Castroverde, Torre, Fombellida y Canillas. «Se han establecido estaciones en Renedo, Olmos, Pina, Esguevillas, Villaco, Fombellida y Encinas», aclaraba El Norte de Castilla.
Encargaron para ello diez carruajes a la prestigiosa casa constructora de Puteaux (Paris), Dion-Bouton, ocho de los cuales se presentaron con toda pompa y detalle en julio en las inmediaciones del Campo Grande. Eran coches amplios, «elegantes y seguros». El carruaje iba montado sobre dos pares de ruedas de poco diámetro: «las delanteras imprimen dirección al carruaje y sostienen el motor, que ocupa el cuerpo de delante y consiste en una caldera multitubular de alta presión, y en cuyos hornillos se quema el cok como combustible», aclaraba este periódico.
Se construyeron dos clases de carruajes: unos de 16 asientos y otros de 20 en el interior. Las llantas de las ruedas eran de goma para amortiguar los choques bruscos, mientras que el motor, a decir de la empresa, «imprime una velocidad media de veinte kilómetros por hora en terreno llano, reduciéndose a una mitad al subir las pendientes de alguna importancia». El alumbrado de los coches era de acetileno. Los frenos eran automáticos, de aire comprimido, «y pueden parar casi en el acto el vehículo, cualquiera que sea su velocidad». En definitiva, «el aspecto del carruaje es el de un elegante coche de ferrocarril, sin otra variación que la de llevar la caldera y su chimenea de pequeñas proporciones en la parte anterior». Estaban provistos, además, de una fuerte bocina para avisar a los peatones y vehículos, y en la parte de arriba podían llevar equipajes cubiertos con una lona.
Junto al conductor, en cada coche iban un maquinista y un fogonero de nacionalidad francesa, «muy prácticos en el manejo de las máquinas», y un encargado de los equipajes. Se colocaron estaciones en los diferentes pueblos incluidos en las líneas y la empresa anunció precios económicos para los menores de seis años, así como el derecho de cada viajero a llevar 24 kilos de equipaje.
Para saber el precio del servicio puede servir de orientación lo establecido en la línea Valladolid-Encinas: «A Renedo, 0'85 pesetas en primera y 0'65 pesetas en segunda clase. A Olmos, 2'05 y 1'55 respectivamente. A Piña, 2'90 y 2'20. A Esguevillas, 3'45 y 2'65. A Villaco, 4'30 y 3'30. A Fombellida, 5 y 3'85; y a Encinas, 5'75 y 4'40». Eso sí, los excesos de equipaje se pagarían dos céntimos por kilómetro «y cada 10 kilogramos a fracción menor, siendo mínimum de cualquier percepción 25 céntimos de peseta». La Sociedad Española de Automóviles, en la que también participó Santiago Alba, mantuvo sus servicios hasta 1903; ese año se disolvió debido «al lamentable resultado del negocio emprendido», aclaraba El Norte de Castilla.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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