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Esquela publicada en la portada de El Norte de Castilla el 1 de diciembre de 1918. E.N.C
Aquellos héroes con bata de 1918

Aquellos héroes con bata de 1918

Seis médicos murieron en Valladolid mientras atendían a los enfermos durante la epidemia de 'gripe española', y muchos otros se contagiaron; la ciudad les rindió homenaje

Domingo, 22 de marzo 2020, 08:25

«Siendo un hecho de observación comprobado que el único preservativo de contagio de la gripe depende de la incomunicación de los sanos con los enfermos y mucho más con los convalecientes (…), como asimismo que las reuniones y aglomeraciones públicas son la principal causa de la propagación epidémica de dicha enfermedad, queda terminantemente prohibido en los pueblos contaminados toda clase de fiestas y espectáculos de carácter público en espacios mal ventilados». Así rezaba la nota de la Junta Provincial de Sanidad de 27 de septiembre de 1918, en plena crisis de la mal llamada «gripe española». Entonces, como ahora, se prohibieron los actos multitudinarios y se confió en los médicos la sanación de los enfermos. Y entonces, como ahora, los facultativos lo dieron todo por salvar al mayor número de pacientes, incluida, en algunos casos, su propia vida.

Era 1918 y todavía la gripe constituía el gran mal epidémico del momento. Basta con decir que solo entre septiembre y diciembre, la provincia de Valladolid registró más de 3.000 fallecidos. Los médicos de entonces, mal pagados -sobre todo en el ámbito rural- y carentes de medios materiales suficientes, no dudaron en «sacrificarse en aras de sus semejantes con motivo de la epidemia que nos ha invadido», podía leerse en El Norte de Castilla el 17 de octubre de 1918. Y era cierto. Su entrega llegó a tal extremo, que muchos se infectaron y seis murieron: Julio Andrés Fernández, médico titular de San Miguel del Arroyo; Fidel Porres Alameda, de Corcos; Jesús Gutiérrez Tamarit, de Cogeces y Megeces de Íscar; Bernardino Zumel, de Encinas de Esgueva; Pedro Cebrián Díez, subdelegado de Medicina y médico titular de Olmedo; y Ezequiel González Blanco, de Villafrades.

Unos facultativos que, como bien decía el presidente del Colegio de Médicos, Pedro Zuloaga Mañueco, «debían ser perpetuados por sus conciudadanos, ya que les sacrificaron lo más que les podían sacrificar: la vida». El mismo Zuloaga, en una carta enviada a este periódico, detallaba de manera conmovedora el esfuerzo de aquellos compañeros que, diariamente, se jugaban la vida por salvar la de sus pacientes: «Los dos o tres primeros días de su enfermedad los pasaron visitando enfermos, graves o no; todos los que pasaron la gripe abandonaron su lecho y su casa antes de lo debido para ver a los enfermos», relataba el máximo representante de los médicos de la provincia.

Incluso otros muchos, aun con fiebre alta, «han extendido recetas y se han preocupado y pensado en sus enfermos desde la misma cama (...), han dejado en periodo agónico a sus esposas e hijos, renunciando al consuelo de esos últimos instantes de las vidas de sus seres queridos para ir a visitar otros enfermos. ¡Así son los médicos!». Las cifras hablaban por sí mismas: durante los meses más duros de la gripe llegaron a visitar una media de 2.000 enfermos diarios, dándose el caso de algunos facultativos que terminaban la jornada examinando a cerca de 100 afectados, recorriendo las poblaciones de extremo a extremo con su propio coche: «Hay compañeros que han gastado en coche más de su propio ingreso», se quejaba Zuloaga.

El joven Fidel

Especialmente emotivo fue el caso de Fidel Porres Alameda, joven médico auxiliar de Corcos que, «apenas salido de las aulas, fue a ofrecerse voluntariamente a suplir al compañero enfermo en el pueblo que se le designara, sin pedir nada, sin pensar en nada que en el bien que podía hacer a sus semejantes, a quienes ni de vista conocía, y que a los pocos días de luchar por la vida de los vecinos de Corcos adquirió de ellos la gripe, muriendo lejos de su casa y familia, sin más consuelos que los del compañero del pueblo, que abandonó convaleciente el lecho para asistirle, y el de los vecinos agradecidos del pueblo donde moría. ¡Así saben morir los médicos!».

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Arriba, puerta principal de la Catedral; abajo, Asamblea de Médicos en Madrid, en 1918, y Pedro Zuloaga. E.N.C

Al contrario que en Bilbao, Palencia y Burgos, cuyas Diputaciones Provinciales ofrecieron vehículos de manera gratuita para que los médicos pudieran desplazarse, en Valladolid, ni instituciones ni particulares tuvieron tal consideración. Por eso hubieron de echar mano de su propio coche -si es que lo tenían-, y por eso hubo pueblos como Peñafiel, Cubillas, Barcial de la Loma, La Mota, Valbuena de Duero, Tordehumos, Canalejas de Peñafiel, Villafrades y Cuenca de Campos que no estaban siendo visitados. Cuando a principios de noviembre de 1918 la epidemia comenzó a remitir, la ciudadanía vallisoletana no dudó en rendir homenaje a los médicos que tanto habían hecho por ellos; especialmente a esos «seis mártires» que habían pagado con su vida tamaña entrega, pero también a tantos «héroes oscuros» que, aun enfermos, habían seguido atendiendo pacientes.

El gran acto multitudinario de reconocimiento y gratitud consistió en la celebración, el 2 de diciembre de 1918, de unos solemnes funerales en la Catedral: «En el centro del templo se hallaba colocado severo túmulo cubierto con ricos paños de terciopelo bordado, en cuya parta superior y y sobre almohadón negro se veían las insignias doctorales de Medicina: birrete y muceta amarilla. Rodeaban el catafalco grandes hachones de bronce y candelabros de plata con velas y cirios encendidos, y en uno y otro lado se hallaban los asientos destinados a las autoridades e invitados al acto». El obispo consideró a los seis finados «mártires de la caridad que dieron la vida por sus semejantes y en premio serán felices en el cielo». En otros casos, los Ayuntamientos honraron la labor realizada por su médico titular con el nombramiento de hijo adoptivo, como se hizo, por ejemplo, en Villacid con Eloy Rubio Mateos.

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