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Aparatos que renquean

Aparatos que renquean

Tiempos modernos ·

Me fío más de un yogur un poco pasado que de esos aparatos electrónicos que cuando empiezana renquear (...), se escoñan para los restos

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 4 de febrero 2023, 00:04

Un tipo llamado Bernard London es el autor de una frase que me viene al pelo para el presente comentario: «Aquello que no se desgasta no es bueno para los negocios», y a falta de detalles supongo que se refería a esos cachivaches que se escoñan a los dos o tres años de haberlos estrenado, lo que obliga a comprar otro nuevo. Lo curioso es que el mencionado caballero soltó esta perla hace casi un siglo en un informe sobre las bondades de la 'obsolescencia programada', o la escasa duración de los objetos adquiridos que hay que cambiar por otros más modernos. Para que no quepan dudas de sus intenciones, míster London dejó escrito en 1932 que en esa época las fábricas estaban listas «para producir en cantidades ilimitadas, pero la economía está paralizada por una disminución del poder adquisitivo». La salvación: comprar y seguir comprando.

Según el Parlamento Europeo la duración de un teléfono móvil es pequeña en comparación con el precio, lo mismo que ocurre con electrodomésticos y juguetes. Por otro lado, es un hecho que los ordenadores portátiles, las bicicletas, o determinada ropa deportiva «también tienen que ser reemplazados después de tres o cuatro años». Y aunque dicho organismo internacional aboga porque se exijan medidas concretas para hacer frente a este desperdicio de dinero, energía y recursos, a mí me parece que nada ha cambiado y dudo que vaya a hacerlo de repente. ADICAE, una asociación de usuarios, no tiene empacho en calificar la escasa duración de los objetos que compramos de «estafa legal del siglo XXI porque solo beneficia al fabricante y en ningún momento al consumidor, que se ve obligado a reemplazar lo adquirido una y otra vez».

Con todo, el mayor triunfo de los industriales que sacan a la venta productos de vida limitada es que la fiel infantería que somos los paganinis nos hemos acostumbrado a usar y tirar determinados artículos porque ni hay repuestos ni técnicos que los reparen, como sucede con videojuegos, baterías o equipos electrónicos, entre otras virguerías que acaban primero arrumbadas en un cajón y finalmente en el cubo de la basura. Lo sangrante no es que las cosas se estropeen por el uso sino que están diseñadas, en la misma fábrica, para descojonarse.

Harina de linaza y otros milagros

Todo ello contrasta con la necesidad imperiosa que teníamos en otros tiempos de reparar cualquier cosa en vez de tirarla a la basura. Los que rondan mi edad (permítanme que no la diga porque me da miedo hasta leerla) seguro que recuerdan a algunos artesanos milagrosos como el lañero que arreglaba cazuelas, o el que cambiaba las varillas estropeadas de los paraguas, entre otras posibilidades de gastar poco y seguir usando aparatos que duraban varias vidas. Me acuerdo, por ejemplo, de las modistas que cosían y apañaban casi cualquier prenda, tarea que ahora hacen los chinos, los únicos dispuestos a cambiar por un módico precio la cremallera del pantalón o el elástico de una braga. Pero, al menos en mi antiguo barrio, el aprovechamiento de los artículos cotidianos alcanzaba incluso a las compresas, que después de lavadas se colgaban al sol y sin complejos.

Servidor, sin ir más lejos, empezó su vida laboral ¡en un taller de reparación de radiadores de coches!, sin tener ni zorra idea de nada relacionado con la mecánica. Menos mal que, en ese caso, la solución era sencilla: primero se vaciaban y antes de volver a llenarlos de agua se echaba dentro un puñado de harina de linaza, que está demostrado que tapa los poros, aunque sea por poco tiempo.

Mi amigo Emilio Olmedo, que llegó a tener su propio taller, arreglaba muchas cosas con un poco de grasa porque según decía «el aceite no es Dios, pero hace milagros». Para recordar aquellos tiempos, quedo con él a tomar un vaso en el 'Lorenzo' (el bar que mejor conocemos los dos) y está cabreadísimo porque su último móvil le ha durado quince meses a pesar de haberle costado «casi doscientos pavos, que si lo traducimos a pesetas es para sacar la recortada». Cuando se incorpora Tito El Legañas nos habla del Sanatorio de las Plumas, una «tiendecita de la calle Teresa Gil donde arreglaban estilográficas», artilugio que ahora solamente usan los notarios más vetustos. Para no ser menos cité la saga de cesteros que tenían taller en la calle Esgueva y que fueron durante años vecinos míos en Pajarillos. Emilio dijo incluso recordar que «el señor Pedro, el jefe de la saga, trabajaba muchas veces en la calle, a la puerta del taller, y siempre con el cigarro de picadura colgado del labio».

Por si éramos pocos en este ejercicio de añoranza, se sumó a la tertulia Carmelo Mazas, 'Ojostristes' para la peña, que nos reprochó habernos olvidado de la reparación de medias de mujer, objeto erótico pecaminoso en muchas piernas, pero sobre todo en las de Marilyn Monroe en aquella escena de la falda subida gracias al aire de una alcantarilla. «¿Es que nadie se acuerda de aquellos cuchitriles donde se cogían puntos a las medias? Creo que el último estuvo en la calle del Val». Para no parecer demasiado viejuno me hice el despistado, a pesar de recordar perfectamente el local y, si me apuran, hasta la cara de la señora recosiendo pantis.

Pero el personaje más entrañable de todos ellos me lo reveló Roberto Carvajal, amigo y compañero en este diario: el 'sustanciero', retrato vivo de que todo se puede aprovechar. Según me contó era el personaje que 'alquilaba' el hueso de una pata de jamón (que también podía ser un trozo de carne) «para que los más necesitados la cocieran en casa durante un ratito y pudieran así aprovechar la sustancia». El tipo recorría las calles ofreciendo su mercancía, que bajaba de precio «a medida que iba perdiendo sustancia». Como dice la chirigota gaditana: «Válgame San Telmo, lo que es la miseria».

Resumiendo el cuento: me fío más de un yogur un poco pasado que de esos aparatos electrónicos que cuando empiezan a renquear se atasca el botón de encendido, se quedan sin memoria, funcionan mal las aplicaciones y, de repente, se escoñan para los restos. Amén.

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