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Valladolid no fue una ciudad caracterizada precisamente por los brotes violentos de anticlericalismo durante la Segunda República. Hubo algunos conatos de conflicto entre la Iglesia y las autoridades republicanas, como ha demostrado la profesora Concepción Marcos del Olmo en diversas investigaciones, pero sin llegar a extremos de gravedad: el arresto de un sacerdote que repartía propaganda en mayo de 1931, una multa a otro por proferir gritos contra el régimen, alborotos por el reparto de propaganda política de matiz católico en octubre de ese mismo año, y poco más. De hecho, las relaciones entre el arzobispo, Remigio Gandásegui, y los alcaldes y gobernadores fueron cordiales en todo momento.
La situación se fue complicando a raíz de la aprobación, por parte de los gobernantes republicanos, de medidas laicistas como la retirada de los símbolos religiosos de edificios públicos y, más aún, la prohibición a las Órdenes religiosas de dedicarse a la enseñanza y la sustitución de sus colegios. Se fueron conformando así dos bandos radicalmente enfrentados: de un lado, los católicos, monárquicos y falangistas, y, de otro, republicanos de izquierda y socialistas. El primer episodio de violencia anticlerical ocurrió el 27 de marzo de 1933, un mes antes de las elecciones municipales convocadas en aquellas localidades donde no se habían celebrado en abril de 1931. Precedido de un encontronazo callejero entre jóvenes de ideologías contrarias por el reparto de propaganda electoral (ocho terminaron asistidos en la Casa de Socorro), comenzó con una manifestación de más de trescientos individuos a las siete de la tarde.
Vinculados todos a la izquierda política, avanzaron profiriendo gritos por las calles céntricas y se dirigieron hacia la Casa Social Católica, en la calle Muro, sede de los sindicatos confesionales instalada en el mismo local que años antes había albergado el frontón de Fiesta Alegre. «En el local se hallaban tan solo cuatro miembros de la directiva de un Sindicato, los cuales, ante la actitud de los asaltantes, pidieron telefónicamente el envío de fuerzas», señalaba este periódico. La memoria del centro católico es mucho más explícita: «Una manifestación marxista [...] esgrimiendo porras y barras de hierro, cumplía las órdenes de sus dirigentes, que tranquilos los contemplaban desde el vestíbulo del edificio inmediato de la Confederación Hidrográfica del Duero de la que era Delegado oficial uno de ellos, destrozando las puertas de la Casa al irrumpir cual energúmenos por sus pasillos y escalera rompiendo cristales y arrancando la imagen del Corazón de Jesús de su hornacina, derribándola al suelo, que al caer se desprendió la cabeza del tronco de la estatua y, piadosamente recogida después, se conserva como preciada reliquia, y cual cegados por poder divino, no pasaron de allí, saliendo a la calle, profanando el resto de la imagen que deshicieron y recorriendo las calles hasta la Casa del periódico católico Diario Regional, donde intentaron repetir su valiente hazaña».
Los manifestantes intentaron entrar luego en la Catedral, pero al encontrarse con las puertas cerradas continuaron su recorrido hasta la sede del gobernador civil, no sin antes apedrear la casa del doctor Sánchez Bastardo, directivo de la Comunión Tradicionalista. Varios asaltantes fueron detenidos por los guardias de asalto y conducidos a comisaría. «Según informes policíacos, en los incidentes resultaron heridos levemente varios muchachos, en su mayor parte estudiantes», señala un periódico nacional. Menos documentados están dos hechos anticlericales de 1936: los incendios en la parroquia del Carmen, en el barrio obrero de las Delicias, el 22 de marzo y el día de la sublevación contra la República, 18 de julio de 1936, y la quema, este mismo día, de las puertas de la iglesia de San Esteban.
Aunque, según el párroco del Carmen, Mariano Miguel López Benito, los atentados contra su parroquia fueron obra de la «turba anticlerical» del obrerismo socialista, la falta de pruebas documentales pone en duda dicha acusación. De hecho, el incendio del 18 de julio de 1936, que arrasó toda la iglesia, se inició en cuatro puntos diferentes pero dejó a salvo, casualmente, todos los objetos y ornamentos sagrados. Como ha escrito Orosia Castán, fue el mismo párroco el que denunció a Andrés Martín Álvarez, de 18 años y afiliado a la republicana Federación Universitaria Escolar, como autor de los hechos. Sin embargo, está plenamente acreditado que desde la tarde de ese mismo día, Andrés se encontraba atrincherado en el interior de la Casa del Pueblo, por lo que difícilmente pudo haber quemado la iglesia. Pese a los esfuerzos de su familia, que aportó numerosos testimonios que corroboraban su coartada, el 13 de septiembre de 1936 fue fusilado junto a su padre, Guillermo Martín Sánchez, de 49 años, y otros encausados en el páramo de San Isidro.
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