Ha pasado a la historia por su afán de reformar el país y limitar el poder de las clases ociosas, pero no todos saben que Gaspar Melchor de Jovellanos, jurista, político, viajero empedernido, lector sagaz y hombre afrancesado, estuvo locamente enamorado de una leonesa que, ... finalmente, le dio calabazas. Y eso que, a decir del gijonés, la mujer no destacaba precisamente por su belleza natural. Como él mismo relata en sus Diarios, el 5 de septiembre de 1790 llegó a León por el Puerto de Pajares con objeto de estudiar el trazado de su carretera, no en vano, como es sobradamente conocido, a Jovellanos se debe el impulso de la vía Gijón-León.
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El político ilustrado entró en la capital leonesa en septiembre de 1790, y de ahí se trasladó a Pola de Gordón. Un año después pernoctó en Villamañán, y en 1792 se detuvo en San Marcos y visitó Astorga y El Bierzo. Ya entonces había conocido a Ramona, hija de los marqueses de Villadangos, joven dama nacida en torno a 1773 o 1774 a la que más tarde se referirá como «Ramona, tan amable y majestuosa; no he visto fea que más interese».
Las noticias más jugosas sobre esta relación aparecen en el sexto Diario del gijonés, fechado en 1795. Jovellanos regresó a León, durmió en Buiza, en casa de una viuda de nombre Manuela, se hospedó con los franciscanos y paseó con «la majestuosa». «A casa del marqués de Villadangos; la majestuosa, buena y siempre amable (…). A casa y a la tertulia a casa de Diguja», escribe el 17 de abril de 1795. Ramona tenía entonces poco más de 20 años.
Aventuran escritores leoneses que nuestra protagonista encandilaba a Jovellanos por su personalidad, un tanto misteriosa, su hablar sin tapujos aun manteniendo las reglas elementales de cortesía, y su atrevimiento para opinar. Según Francisco Martínez García, autor de una conocida 'Historia de la literatura leonesa', Ramona, de quien se desconocen sus datos biográficos, era «una mujer de fino talento, educación esmerada, de conversación amenísima, y aunque no muy agraciada físicamente sí que significó un escalofrío de pasión para Jovellanos, incluyendo también el enredo de los celos, porque eran muchos los pretendientes que corrían en su redor».
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«Ramona era fea, pero una de esas feas encantadoras cuyo hechizo reside en la plática, en el gesto, y en la llaneza y cordialidad de sus maneras», escribió, en 1929, José Sánchez Rojas, calificativos en los que coincide Eloy Díaz-Jiménez Molleda, autor de estudios pioneros sobre Jovellanos, León y Ramona.
El 18 de junio de 1795, Jovellanos vuelve a mentar su encuentro con la leonesa: «A la tertulia a casa de Diguja; larga conversación con Ramona; me confirma en la idea que siempre tuve de su buen talento y buenos principios; poco satisfecha de la conducta de sus pretendientes; menos la de Pepe María Tineo; sentida de los chismes e incidentes que alejaron a Joaquín María Velarde; se dice conforme con su suerte; poco inclinada a un establecimiento, alejada de él por su carácter; no hay remedio: es preciso abrazarle; alabo su desinterés y me duele mucho que ella no halle una suerte digna a su mérito».
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Cada vez más fascinado por Ramona, sus comentarios la describen como una mujer de talento y buenos principios, de nobleza de alma y ternura. La apoteosis de este cruce de sentimientos, apunta el profesor Caso González, se produjo en junio de 1796, según se desprende de este fragmento del Diario:
«A la tertulia; diálogo con Ramona Villadangos:
- '¿Con que mañana se va usted?' (…)
- 'Demasiado cierto es. ¿Puedo servir a usted en algo?... Pero usted no tiene ya intereses en Asturias, ni aún tendré ese gusto' (…)
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- 'Pues yo siento también que usted se vaya… y… no sé por qué'.
- 'A fe que ahora me es más sensible mi partida'
Antes que la conversación se empeñase: 'Vamos a jugar', dijo, y se levantó. Creo conocer su carácter y cuánto vale aquella sencilla expresión, proferida con tanta nobleza como ternura; pero distamos mucho en años y propósito».
Como señala Enrique Junceda, el cerebral Jovellanos sopesa aquí «los pros y los contras de un posible matrimonio, al que no se decide por razones de peso, y en donde las condiciones físicas son tenidas menos en cuenta que en los años juveniles». En efecto, el de Gijón, bien entrado en la cincuentena, tiene claro que Ramona no será su mujer. Es noviembre de 1797 cuando escribe: «En León, a las ocho y media; mucha gente nos espera, visita del obispo y Daniel, de los Villadangos, conversación interesante con la Majestuosa; allí, Colasín Ponte, que la enamora; creo que se casará y será feliz con tal mujer».
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Algunos autores, como Caso González o el mismísimo Ramón Gómez de la Serna, aseguran que era Ramona la que buscaba matrimonio con el político ilustrado. Sea como fuere, lo cierto es que cada uno siguió su camino, quién sabe si ardientes aún los rescoldos de esa oportunidad perdida. Juan Pedro Aparicio prefiere pensar que ella le siguió recordando y que él terminó un tanto herido, por lo que a la vuelta de su destierro, la nostalgia de la leonesa le llevó a plantar en su jardín gijonés árboles agrupados de diez en diez, siguiendo así el orden de las iniciales de Ramona: robles, araucarias, magnolios, olmos, nogales y arces.
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