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Era «uno de los tipos más conocidos del mundo de la delincuencia», temible por su eficacia, admirado incluso por los agentes del orden y escurridizo como los peces. Era un ladrón de los de antaño, un líder de bandas que robaban sin matar y penaban en la cárcel hasta la próxima fuga. Pero lo que nadie podía imaginar era que a Francisco Fernández Rodríguez, más conocido como «El Paco de Valladolid», terminaría derrotándole el corazón, su verdadero talón de Aquiles.
La noticia corrió como la pólvora aquel 6 de marzo de 1929: «Detenido El Paco de Valladolid en la calle Jardines». Ocurrió el día anterior, a las cuatro de la tarde, cinco años después de aquella espectacular evasión de la cárcel de Chancillería que dejó en ridículo a sus captores. Y es que su vida era una auténtica novela. Nacido en 1899 en la localidad soriana de Arcos de Medinaceli, procedía de una familia humilde (su padre era funcionario de ferrocarriles) y se adentró en el mundo de la delincuencia a los 12 años, influido por las películas policíacas que proyectaban diariamente en el Salón Novelty por el módico precio de diez céntimos. El pequeño Francisco soñaba con ser el malo. Formó una banda de pequeños malhechores, todos de su misma edad, que solían atracar en tiendas y almacenes por la noche, cuando no había nadie y mediante la técnica del «palanquetazo».
Acuciado por la persecución de la policía, desapareció de la ciudad y no se volvió a saber de él durante unos meses. Hasta aquel día de 1923 en que atracó la sucursal del Banco de España en Gijón y lo detuvieron. Se equivocaba quien lo daba por aplacado: días después, para escándalo de la policía, se fugaba de la cárcel de Oviedo en compañía de otros cuatro presos: según la prensa del momento, abrieron un boquete en la celda de uno de ellos y salieron al patio, desde donde se fugaron por una alcantarilla. De regreso en Valladolid, una noche de septiembre de ese mismo año, en compañía de otros dos individuos, atracó al conocido abogado, ex concejal y profesor auxiliar de la Facultad de Derecho Álvaro Olea Pimentel en la carretera de Zaratán. Además de dejarle malherido de un disparo, le sustrajeron el reloj, una cadena de oro y 24 pesetas. La batida policial fue espectacular. Francisco fue detenido el día 29, procesado y condenado en Consejo de Guerra a catorce años y ocho meses de reclusión. Tras una breve estancia en el penal Figueras, lo trajeron de vuelta a la ciudad del Pisuerga para comparecer por otros procesos pendientes. Tenía entonces 24 años. En la gruta del Campo Grande la policía localizó el lugar donde escondía su pistola, dinero y otros objetos robados.
¿Quién dijo que el problema estaba resuelto? En junio de 1924, para sorpresa de sus vigilantes, se escapó de la cárcel de Chancillería mediante una estrategia de película que, no obstante, acabaría adosándole en el corazón la derrota definitiva. Sobre su celda, en el departamento de mujeres, el Paco intimó con una reclusa, se puso en contacto con ella mediante pequeños papeles transportados con un hilo y juntos urdieron la escapada. Ella levantó las baldosas en el lugar que le había indicado mientras él fabricaba una escala con las maderas de la cama; se subió, alcanzó las rejas y ella introdujo por el boquete las piernas a modo de asidero. El Paco se sujetó y las demás reclusas izaron rápidamente a la pareja.
En el departamento de mujeres se avitualló tranquilamente con pan y otros alimentos, rompió una puerta y pasó a los desvanes de la Audiencia, donde permaneció dos días sin ser visto, tendido en una viga del tejado. Luego descendió a la galería sirviéndose de un cordón del alzapaños de un salón, bajó hasta los corrales y salió sin prisa al paseo de la Audiencia, después de una pequeña puerta cuya única seguridad era un diminuto cerrojo. Huyó de Valladolid y agrandó su leyenda. Estuvo en Francia y en América, incluso tuvo el desparpajo de escribir cartas a algunas de sus víctimas, disculpándose por el daño cometido, y a El Norte de Castilla. «Siempre he dicho: roba, pero no mates», reconocía. Por carta informaba a la policía, en agosto de 1928, de que él no había sido el autor del atraco cometido en la cantina de «El Barbas», como muchos pensaban, pues estaba en Estados Unidos: «Soy el más feliz del mundo», escribía.
Pero no era cierto. A los pocos días, el Paco regresó a la ciudad de su desdicha con documentación falsa. Sin atracos ni percances, como un ciudadano normal; lo habían visto en bailes y en cafés, paseando por la calle. Era una apuesta suicida, inexplicable. Paco el atracador, convertido en Francisco Fernández, paisano y convecino. Algo más corpulento y mucho más elegante, llevaba tiempo consumiéndose en las brasas de un amor imprudente.
La realidad es que nuestro protagonista se había rendido, incapaz de quitarse de la cabeza a la mujer que le había ayudado a escapar de la cárcel. Se llamaba Victoria Martínez, pero en el mundo del hurto todos la conocían como «La Carriza». Cuando el Paco supo de su puesta en libertad, regresó a Valladolid. No calculó riesgos ni tomó precauciones. Se alojó en su casa y quiso hacer vida de pareja. Iban a los bares, se disfrazaban en Carnavales, paseaban juntos y no temían a nadie. Hasta aquel 5 de marzo de 1929 en que los agentes Gómez Coca y Álvarez Guijarro, junto con los inspectores Fernando González y Heras, dieron con ellos.
Los detuvieron en la calle Jardines, esquina a la de Cervantes; según la policía, habían vuelto a las andadas y se disponían a atracar a un viandante. Los agentes iban de paisano y apenas tuvieron que esforzarse. El Paco tampoco opuso resistencia, sabedor de que en ese mismo instante, además del corazón, le habían robado la astucia y la libertad.
Pocos días después de ser detenido, el Paco fue conducido a la prisión provincial de Figueras. A partir de ese momento, su pista se pierde hasta finales de octubre de 1933, momento en que un nuevo suceso vuelve a traerle a las páginas de El Norte de Castilla: en efecto, Francisco Fernández Rodríguez aparece citado el día 24 como uno los principales sospechosos del intento de atraco en un almacén de coloniales situado en Arco de Ladrillo, propiedad de Matías García González. Su pareja sentimental en aquellos momentos ya no era 'La Carriza' sino Ludivina Díez Rodríguez, a la que había conocido meses antes en Santander y que también tenía antecedentes penales por robo. Dos años más tarde lo encontramos regentando una cantina en la calle de las Vírgenes (actual calle Estrecha), y siendo nuevamente protagonista de un triste acontecimiento: el 2 de julio de 1935, la muerte de un cliente del local, Hipólito García, a manos de Julio Covarrubias, que le disparó en dos ocasiones, le implicó de lleno, pues este declaró que el 'Paco' le había dado la pistola y obligado a cometer el asesinato. Durante el juicio, sin embargo, varios testigos contradijeron la versión de Covarrubias, por lo que el 'Paco' fue absuelto: «En el momento de oírlo, el Paco Fernández comenzó a llorar emocionadamente», relataba este periódico.
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