Por eso, aquel 13 de septiembre, a las doce de la mañana, Deogracias estalló. Acababa de regresar del tajo y no halló a nadie en la casa. Abrasado por los celos, pensó que su mujer habría ido al río a lavar la ropa. Pero en el fondo, durante el camino, pensaba en lo peor.
La encontró, en efecto, en la ribera del Pisuerga; pero no estaba sola, ni tampoco lavando la ropa. Compartía charlas y carantoñas, caricias y confidencias con Leandro González, alias «Matillano», su amante. Ella, de 44 años, y él, de 26: la relación había comenzado ocho años antes, según saldría a relucir en el juicio.
Deogracias no reparó en cuidados al acercarse raudo. No le importó que le descubrieran, más bien todo lo contrario. Cuando la pareja percibió su llegada, Leandro se agazapó tras unas matas cercanas. Demasiado tarde para no ser visto.
Pedrada
Colérico, el recién llegado agarró una piedra y se la lanzó con todas sus fuerzas. Le alcanzó en el muslo. Un alarido inevitable lo puso en evidencia. No le quedaba otro remedio que hacer frente al desafío.
Salió «el Matillano» de su frustrado escondijo, vara en mano, y se abalanzó sobre el marido despechado. Dos golpes certeros, uno en la región parietal y otro en el pecho, lo dejaron totalmente paralizado. Poco duró después el forcejeo. Con una mano le sostenía el brazo izquierdo mientras con la otra sacaba una navaja del bolsillo. La abrió con los dientes y le asestó dos puñaladas.
La que le perforó el lado izquierdo del pecho, alojándose en el quinto espacio intercostal, resultó mortal de necesidad. Dos centímetros de herida en el lugar adecuado. Deogracias cayó al suelo sin oxígeno. Murió casi en el acto. Antes de emprender la huida, Leandro arrojó el cadáver a una cascajera próxima.
Fue un molinero de La Flecha quien días después encontró el cuerpo y dio parte al alcalde. Las pesquisas judiciales no tardaron en fijar el punto de mira en Patrocinio y Leandro. Había testigos dispuestos a contarlo todo.
La expectación era desmedida aquel 10 de diciembre de 1891, fecha oficial del juicio. Las miradas de odio y desprecio se posaban sobre la mujer adúltera. A ella acusaban sus convecinos de incitar la muerte de su marido.
La defendía Ángel María Álvarez Taladriz, mientras Manuel Ortiz Gutiérrez hacía lo propio con el presunto asesino. Una enfermedad de este letrado obligó a prolongar la tensión un par de meses más, concretamente hasta el 25 de febrero de 1892, fecha en que se reanudó el juicio.
Los ánimos del pueblo seguían igual de exaltados. Y eso que, a decir de los periodistas especializados, la acusación del fiscal, Andrés de Blas y Melendo, que solicitaba cadena perpetua para ambos, se topaba con un escollo evidente: no había testigos presenciales del hecho.
Aun así, De Blas creyó probado el concurso de Patrocinio y Leandro en la muerte violenta de Deogracias; incluso se hizo eco de ciertos rumores que reproducían las palabras de Patrocinio tras la primera puñalada: «Acábalo de matar, que ya estamos perdidos».
En el interrogatorio, la mujer no sólo negó todos los hechos imputados, sino también el haber acudido aquel día, 13 de septiembre de 1890, a la cita clandestina del Pisuerga. E hizo otro tanto con las relaciones supuestamente ilícitas con Leandro: «Yo quería mucho a mi pobrecito esposo», sollozó.
El acusado trató de zafarse del veredicto, asegurando que aquel día durmió en casa de su tío, en cuyo patatar trabajó la jornada completa; reconoció, eso sí, sus malas relaciones con Deogracias, pero las achacó a que éste le debía algún dinero.
Con lo que no contaba era con el testimonio de su mentado tío, Sandalio González, quien, para sorpresa del acusado, reconoció que éste, tras dormir en su casa la noche del 12 al 13 de septiembre de 1890 y trabajar un rato en el campo, marchó a media mañana. Por la tarde, aseguraba Sandalio, regresó con el rostro demudado: «He matado al Deogracias», le confesó; «Ya te tenía dicho que Patrocinio sería tu perdición», fue la respuesta del tío. Del careo entre ambos no se sacó nada en claro.
Con fidelidad reprodujo el testimonio acusador María Marcelina, esposa de Sandalio, mientras Quirino de la Vega aseguraba haber visto a los amantes 24 horas antes del asesinato, entregados al baile en Simancas. Otros reconocieron haber escuchado los gritos junto al río y algunos más aseguraron haber visto a Leandro y Patrocinio, momentos después de la hora del crimen.
Cuando la prueba pericial descartó la participación de la mujer en la comisión del delito, el público presenté expresó sin rubor su decepción; el fiscal se vio obligado a cambiar su petición de pena: absolución para Patrocinio y culpabilidad para Leandro.
El jurado lo condenó a 14 años y ocho meses de prisión, más el pago de las costas y 1.500 pesetas de indemnización a los herederos del finado. Cuando Patrocinio, libre de toda culpa, salió a la calle, los insultos arreciaron y los agentes hubieron de defenderla de varios intentos de agresión.