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El abuelo Cebolleta
Tiempos modernos

El abuelo Cebolleta

«En casos de gran urgencia, los plumillas podíamos dictar el texto a los taquígrafos que trabajaban en Madrid»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 30 de diciembre 2023, 00:05

Reconozco que podía haber buscado un título más original que este pero me ha parecido sumamente adecuado para lanzarme al tema de hoy; asunto, por cierto, que responde al órdago que me echaron dos colegas del bar donde comparto vinitos y anécdotas con mis amigos de siempre. Fue en ese sitio y hace nada cuando Miguel Campano, Pichi, apoyado por mi compadre Nacho Pascual, jubilata de Renfe, los que me incitaron a comparar el periodismo de hoy con el de antes de la Guerra de Secesión. Mientras que el primero me pidió que contara algunas anécdotas de este oficio (que cada día me gusta más), el otro estaba más interesado en saber cuánto ha cambiado la manera de recibir y contar las noticias del día. Y aquí me tienen, desocupados lectores, tratando de comparar el periodismo de los años sesenta (que es el que mejor he conocido) con éste que se hace ahora. Y a riesgo de que alguien se cabree, allá van mis observaciones de señor mayor sobre cómo ha evolucionado un oficio en el que, a trancas y barrancas, me he ganado la vida y he conseguido pagarme la Seguridad Social hasta llegar a la jubilación.

El primer dato que me parece relevante en el último medio siglo es que en las redacciones actuales hay más silencio que en algunos tanatorios por dos motivos: porque las máquinas de escribir desaparecieron hace décadas, y porque ya nadie entra dando voces en la Redacción para comunicar que ha pillado la exclusiva del día o del siglo. Exagerando mucho aseguro que hay más silencio en El Norte de Castilla que en la sala de espera de mi centro de salud. Si entro alguna vez, los redactores hablan bajito por el móvil o posan suavemente sus dedos en el teclado del ordenador o en la tableta personal, artilugios que cuentan las palabras y hasta el número de letras, corrigen errores gramaticales y ponen acentos donde corresponde. Y todo ello sin vocear.

Los pitos de la ropa

Esta manera tan silenciosa de trabajar contrasta con el ruido que hacían aquellas máquinas Olivetti y Underwood dotadas de cintas bicolor que había que cambiar de vez en cuando y pringarse los dedos en la operación. Los fotógrafos, por su parte, entraban y salían a hacer su trabajo con cámaras, flashes y carretes que había que revelar en el propio periódico, y no como ahora que lo normal es que se hagan con un móvil que las envía en segundos a la redacción. Si la memoria no me falla, en este periódico y en casi todos los demás, había cuarto oscuro para revelar y las copias se secaban colgándolas de una cuerda y sujetas con pitos de la ropa.

En la época en la que estuve trabajando en la edición regional de Pueblo (un diario de tirada nacional propiedad de los sindicatos verticales), también había laboratorio, pero las crónicas de aquí se enviaban a través de Correos y las fotos en tren o en el coche de línea. Cuando todo el mundo ya había terminado su crónica, servidor u otro llevaba los textos escritos a la oficina de la Plaza de la Rinconada para que lo picaran y lo enviaran por télex a la Redacción de Madrid. Cuando estaba de tarde mi primo Antonio Soto, que trabajaba en esas dependencias que siguen en el mismo sitio, siempre le pedía lo mismo «Toñín, pícame estos artículos, que ando follao». En casos de gran urgencia, los plumillas podíamos dictar el texto a los taquígrafos que trabajaban en Madrid, aunque era mejor no abusar porque a eso de las seis de la tarde estaban todos más ocupados que un gato con tres pescadillas.

Otra cosa bien distinta era lo de enviar fotos, que a veces entregábamos a algún empleado de Renfe o de Alsa avisando a los colegas de la capital que fueran a buscarlas a la estación de trenes o a la de autobuses. Este sistema tan arcaico de hacer la noticia y las instantáneas hubo que saltárselo un aciago miércoles 30 de octubre de 1974 (que ya ha llovido) para enviar desde Pucela a la capital el rollo con las primeras fotos del incendio que se desató en la factoría de montaje de Fasa, que casi nadie llamaba Renault. Si la memoria no me falla, fueron diez u once muertos y varios heridos del turno de mañana, y la entrega de las fotos se hizo a mitad de camino entre Madrid y Pucela, de coche a coche para llegar a tiempo.

Cuando recuerdo estas cosas con mis colegas de entonces casi ninguno parece querer acordarse de cómo eran las cosas del periodismo medio siglo atrás, aunque no todas eran tan luctuosas y dramáticas como la que acabo de contar. Lo más natural es que las plantillas de los medios informativos pucelanos nos juntáramos dos o tres veces a la semana después de cerrar la edición a tomar unos 'chismes' en el Tito's, un bareto céntrico que creo que ha desaparecido. Como me recuerda mi sosias y amigo Germán González «llevábamos a rajatabla lo de compartir copas pero rara vez noticias», que esas sólo se publicaban en papel o a través de la radio porque faltaba medio siglo para que llegaran las redes que permiten a todo quisque tener el mundo al alcance de la mano.

Sin embargo, además de trabajar de plumillas algunos escribían otros formatos no siempre relacionados con la profesión. Así, mi amigo Jesús Mari Amilibia, autor de varios libros, entre ellos uno como exalumno del colegio de Cristo Rey que cabreó bastante a un sector del facherío pucelano contando sus experiencias como interno en aquel centro que sigue abierto en la Avenida de Gijón. El mismo se titulaba 'Los fantasmas de barro' y recuerdo que le acompañé a Galerías Preciados el día que vino a promocionarlo. Cuando se le acercaron dos machitos con pinta de matones con el libro en la mano, Amilibia preguntó a quién se lo dedicaba. Uno de ellos dijo en plan chulito y dando un sonoro taconazo: ¡a Cristo Rey! Mi colega, sin inmutarse ni un pelo, escribió: «Al señor Cristo Rey con cariño». Mucho más amable fue la dedicatoria dedicada a un servidor: «A mi hermano Cantalapiedra, que sabe tanto como yo de todo lo que aquí se cuenta, Con el amor que inspira el ser amigos y el haber vivido tantas cosas que forzosamente han de ser irrepetibles. Abrazos».

Lo dicho: batallas del abuelo Cebolleta…

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