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Es paso y visita obligada en el Camino de Santiago, templo monacal de estructura gótica y descanso eterno de un santo a quien se atribuyen poderes milagrosos relacionados con la fecundidad. Situado al pie de los Montes de Oca, en un paraje que antaño infundía temor a los peregrinos por la abundancia de lobos, osos y bandidos, el monasterio de San Juan de Ortega lo fundó en el siglo XII el santo burgalés que le da nombre, discípulo y colaborador de Santo Domingo de la Calzada y constructor, a su vez, de al menos dos puentes y varios tramos del Camino de Santiago.
Cuenta la leyenda que la idea de construir el monasterio surgió al regresar de Jerusalén cargado de reliquias y sobrevivir a una terrible tormenta. Atribuyendo su salvación a San Nicolás de Bari, y contando con la ayuda de varios colaboradores y familiares de la reina Urraca y su hijo Alfonso VII, decidió construir una iglesia y un albergue en honor al santo. Por eso hasta el siglo XIII el Monasterio fue conocido como de San Nicolás, para pasar luego a su denominación actual: San Juan de Ortega.
El mismo santo está enterrado en su interior, maravillando al visitante el mausoleo compuesto por una sepultura y un baldaquino exento, obra tardogótica (1474) de Juan de Colonia. Además, la reina Isabel la Católica mandó construir en 1447 la capilla de San Nicolás de Bari. Habitado por canónigos regulares y más tarde por monjes jerónimos, la desamortización de 1835 acabó con la vida monacal y el lugar fue abandonado. Comenzó a recobrar vida a mediados de los años 60.
En su interior ocurre dos veces al año lo que muchos llaman «el Milagro de la Luz», y que consiste en que en los dos equinoccios (21 de marzo y 22 de septiembre), un rayo de sol ilumina a las cinco de la tarde el capitel de la Anunciación, dando la sensación de movimiento en la imagen de la Virgen. No es esta la única faceta mágica que se le atribuye al Monasterio de San Juan de Ortega. Y es que como el equinoccio de la primavera ocurre nueve meses antes de la Navidad, y precisamente en primavera el sol renueva y fecunda la tierra, la tradición popular ha unido desde tiempos remotos a este templo con la fecundidad.
En efecto, ya desde el siglo XIII comenzó a hablarse de los supuestos poderes milagrosos de su crucifijo de marfil, regalado por Alfonso VII, especialmente eficaces para conseguir que las mujeres quedasen embarazadas. Eran muchas las damas estériles que se acercaban hasta San Juan de Ortega para orar con fervor y que, al cabo un tiempo, resultaban favorecidas por esa influencia celestial para darles fertilidad.
Hasta la reina Isabel la Católica viajó al Monasterio para rezar al santo en procura de un hijo varón. No solo eso: como pidiera contemplar su cuerpo incorrupto, el abad del Monasterio mandó abrir la arqueta de piedra donde reposaba aquel. Cuál sería su sorpresa al ver salir del mismo una nube de abejas blancas que, durante unos segundos, revolotearon sobre las cabezas de los allí presentes, despidiendo místicos perfumes.
Acto seguido, las abejas volvieron a meterse en la sepultura a través de un agujero diminuto. A partir de ese momento comenzó a hablarse de «las abejas de San Juan», que no serían sino las almas de los no nacidos que aguardaban a que el santo les concediera un destino en forma de cuerpo mortal, distribuyéndolas entre las mujeres estériles que se le encomendaban. Curiosamente, en 1478, después de su visita, la reina Isabel la Católica dio luz a un varón al que, consecuentemente, puso por nombre Juan. Y tampoco es casualidad que la niña que tuvo un año más tarde fuese bautizada como Juana, la famosa Juana de Castilla o Juana «la loca».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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