Cuando Iris nació, sus padres no imaginaron que los próximos años iban a estar rodeados de pruebas médicas y de incógnitas. La vida les sorprendió hace seis años cuando, solo dos meses después de su nacimiento, empezaron a notar comportamientos raros. «El embarazo y el parto fueron normales, pero ingresamos porque la niña se ponía tensa y no entendíamos el porqué», recuerda Oceanía Castillo, madre de la pequeña. En un primer momento se le diagnosticó el síndrome de Sandifer -un trastorno neuroconductual- porque se confundieron las crisis epilépticas que sufría la niña con reflujo gastroesofágico. «La odisea diagnóstica, es decir, la falta de valoración es muy dura porque no sabes lo que pasa ni la gravedad de la situación», apunta.
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Un diagnóstico inicial desacertado que incrementaba la angustia de unos padres primerizos. «A mi hija le hicieron un montón de pruebas y todas daban bien», explica la madre. Sin embargo, a pesar de que no había un dictamen claro y los exámenes médicos parecían favorables, la realidad era muy distinta. «La profesora de la guardería de las Jesuitinas me decía que algo le pasaba a la niña porque no seguía los patrones de la edad, pero el pediatra no lo daba importancia», apunta Oceanía. No fue hasta los cuatro años cuando la pequeña tuvo por fin un diagnóstico: el gen CDKL5 estaba mutado. Una enfermedad rara en la que el gen que proporciona las instrucciones para generar una proteína esencial en el desarrollo del cerebro sufre una alteración. «Seguí insistiendo por las palabras de esa profesora porque yo no estaba empoderada como madre, pero ella me decía que algo no iba bien», apunta.
Enfermedades raras
Sin embargo, ahí no acabó el camino. A pesar de haber detectado ya cuál era la enfermedad que sufría Iris, aún no conocían una pieza clave del puzzle: la pequeña tenía epilepsia. «Los tramos que valoraban en el electroencefalograma eran muy cortos y no se veía esa epilepsia. No fue hasta un año más tarde cuando se diagnosticó y se pudo empezar a medicar.». Cinco años hasta que los padres pudieron conocer una valoración completa y Oceanía lamenta que no se modifique el protocolo para que pueda ser más rápido y accesible. «No hay personas diagnosticadas porque las pruebas genéticas no se hacen y, si se hacen, no son paneles de genes completos por lo que no siempre se puede observar esa alteración del gen concreto», señala.
El pasado año, en el Día del Síndrome del Déficit CDKL5 se iluminaron algunos ayuntamientos para visibilizar la enfermedad. En la mayoría de los casos, eran las administraciones de las ciudades donde vivía alguna de las personas afectadas las que se teñían de verde pero hoy, 17 de junio, la Asociación ha conseguido iluminar monumentos tan emblemáticos como el Congreso de los Diputados de Madrid o La Cibeles. «No nos creemos lo que hemos conseguido», decía orgullosa la madre de Iris.
Un día especial porque, además de tener la oportunidad de alzar la voz para reivindicar la situación, responde al primer caso de CKDL5 que se pudo diagnosticar. De la muerte de su hijo, lo único que pudo sacar la madre de Glyn fue el descubrimiento de CDKL5 que ayudaría a dar con un diagnóstico más prematuro al resto de niños. El día 17 de junio de 1997 falleció el joven con dieciséis años y veinticinco años más tarde aún se lucha para que no quede en el olvido.
Solo así se explica que tan solo haya 40 personas en España diagnosticadas con CDKL5 de las 400 que se estima que podría haber por el índice de prevalencia. «El neurólogo del hospital Río Hortega tuvo que pedir autorización y justificar muy bien esa prueba porque creo recordar que costaba unos 2.000 euros», explica Oceanía. Ese proceso duró un año: seis meses para conseguir la autorización y seis meses hasta que llegó el resultado. Doce meses de angustia sumados a cuatro años de diagnósticos fallidos que concluyeron en una valoración desconocida para ellos. «Cuando salí de la consulta no sabía ni repetir el nombre. Me llamaban mi madre y mis suegros y no sabía decir qué le pasaba a la niña», añade.
La respuesta a todas esas incógnitas la encontró en la Asociación de Afectados CDKL5 de España. «Cuando llegas a la asociación hablas con los padres que han pasado exactamente por lo que estás pasando tú y te sientes respaldada», señala Oceanía. Ahora ya son 40 familias las que se han unido para luchar por hacer menos rara esa enfermedad, y aún buscan a las 360 personas restantes que se estima que pueda haber. «Puede parecer que son pocos, pero imagina que por estadística si llenamos el Bernabéu y todos los asistentes tiene un hijo, dos niños tendría CDKL5», apunta.
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Una referencia trasladada del cálculo que revela que 1 de 42.000 nacidos en el mundo padecen esta alteración genética. Los datos equiparados a la realidad que conocemos asustan, y al asemejarlo a un nivel provincial, Oceanía asegura que «es muy difícil« que sean »la única familia con un hijo con esta enfermedad en Valladolid». El problema está en la falta de diagnóstico y en la dificultad de los padres de reconocer esta enfermedad, ese es precisamente el objetivo de la asociación. «Se está haciendo un estudio con una mosca de la fruta, que tiene un ADN muy parecido al nuestro, para conocer cómo se comporta la enfermedad y que los padres lo puedan identificar», apunta.
OCEANÍA CASTILLO
A pesar de explicarlo de tal forma para que se pueda comprender, se le escapa algún tecnicismo propio de los seis años de estudio intensivo. «Al final acabamos sabiendo más que los médicos porque el neurólogo que trató a Iris había visto un caso, yo ya conozco cuarenta», asegura. Ahora es capaz de traducir los informes que le facilitan los médicos y su conocimiento crece al compartir su experiencia con otros padres en la misma situación. «En el último año se han inscrito diez familias a la asociación, y veo las dudas con las que entran y son las mismas que tenía yo», añade Oceanía. Solo que ahora es ella la que trata de alentar a esos padres que aún no saben pronunciar la enfermedad. «A aquellos que acaban de conocer que su hijo tiene CDKL5 les diría que tengan esperanza y que no están solos», comenta con lágrimas en los ojos.
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Esa esperanza es lo que les hace tirar hacia adelante, y solo hay que conocer su lema para entender su tesón: 'Unidos en la esperanza'. La unión hace la fuerza y esa es su esperanza para conseguir que cada vez más países cuenten con una asociación firme para demandar esa investigación y la puesta en marcha de un tratamiento efectivo. «Ahora mismo no hay un tratamiento específico pero tenemos confianza porque sí hay terapias génicas que han curado a ratones y ya se están probando en primates», anuncia Oceanía. Esa posibilidad acoge dos variantes: o bien un remplazo genético o introducir a través de un virus la proteína en el cerebro, aunque aún no se ha encontrado un virus lo suficientemente potente para que llegue a todas las partes del cerebro. «Es algo similar a la vacuna del covid, pero para eso se invirtió mucho dinero porque había un interés global. Mi hija podría estar curada pero todo es querer invertir», añade.
A pesar de tener esa esperanza, reconoce que a veces piensa «que esta lucha la van a ver otros». Los plazos hasta que una vacuna supera todos los ensayos clínicos y empieza a distribuirse son aún muy largos, aunque reconoce que la pandemia ha acortado esos límites. Esos tiempos indeterminados angustian especialmente a la madre de la pequeña, consciente de la esperanza de vida de las personas que padecen esta enfermedad. «Si miras en internet, la esperanza de vida es de 25 años», comenta y se santigua. No obstante, conoce a una chica de más de treinta que padece la enfermedad. «No sé las veces que le he dado las gracias a esa chica por aparecer en mi vida porque es un impulso», asegura.
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Lejos de etiquetas, de palabras indescifrables en los informes médicos y de inevitables condicionantes, Iris es una niña emocionada a la salida del colegio porque el ratonicto Pérez se ha acordado de ella tras perder un diente. Con una sonrisa sale del colegio, donde le espera su hermana dos años menor que ella. «Iris es especial», atina a decir con tan solo cuatro años. Y no podía definirlo mejor pues tiene a profesores y compañeros encandilados. «Viene muchas veces con la mochila llena de dibujos de sus compañeros, y están pendientes de ella en todo momento», apunta Oceanía.
A pesar del temor inicial por meterla en un colegio ordinario, la decisión no pudo ser más acertada. «Es un colegio normal, pero uno de sus pilares es la inclusión y hacen un esfuerzo enorme», añade la madre. En pocos días tendrá su graduación de infantil puesto que pasa ya a primaria, y los profesores tratarán de delimitar un currículo adaptado a sus necesidades. No obstante, alternará esa formación con la ofrecida en el Colegio de Educación Especial número 1. «Irá dos días a este centro y otros tres al cole de siempre, y entre ellos se coordinan para ofrecer las mejores posibilidades a Iris», añade.
Fuera del colegio, las clases particulares con su madre, los juegos con su hermana y las distracciones en el parque forman también parte de su rutina. No obstante, su madre en ocasiones tiene que variar un poco su propio día a día para adaptarse a su pequeña. «Es cierto que ir a ciertos sitios con Iris es a veces complicado, porque creo que las conductas de la discapacidad te limitan en la sociedad» apunta. Sin embargo, si algo le ha enseñado esta experiencia a Oceanía es la empatía y por eso trata de tomar una postura comprensiva. «no estoy enfadada con la sociedad por no entender el comportamiento de Iris porque yo antes no veía las cosas como las veo ahora», concluye.
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