«Mírala qué guapa», dice Felipa Hernández Lucero (Villafranca de Duero, 1934), con un velo de niebla en la voz, un temblor en sus ojos grises (hay veces que parecen azules) y una foto en las manos, las mismas manos que en 1971, cuando se ... tomó la imagen, acariciaban las piernas de la pequeña María José. «Era preciosa, tan rica, tan cariñosa».
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Alguien, no lo recuerda, seguramente su marido Paco, le tomó esta fotografía a las puertas de casa, en un camino de tierra (despeinado por las rodadas de tractores) del municipio zamorano de El Pego. «Mírala, mírala.Tan pequeñita», repite María José, como si las palabras fueran bálsamo, la mirada un triste consuelo para lo que nunca tuvo que pasar. «El día que nació fue el más feliz de mi vida. El día en el que la perdí...». Y todo es dolor más allá de los puntos suspensivos.
Fue el 4 de septiembre de 1995. Aquel día, María José montó en el coche de una amiga para disfrutar de las fiestas en un pueblo vecino... «y ya no volvió a casa». Tenía 25 años. Había terminado Derecho. Durante la carrera, todos los días cogía un autobús en Zamora para acudir en Salamanca a la facultad. «Era muy responsable. Nunca anduvo en líos ni en broncas. Estaba siempre pendiente de sus padres, de nosotros. Cada vez que se retrasaba un poco, que iba a llegar un poco tarde, nos llamaba para que no nos preocupáramos. Pero esa noche... esa noche no llamó». Cuando el teléfono sonó de madrugada, era la Policía quien estaba al otro lado. Con la peor noticia posible. María José habiá fallecido en un accidente de tráfico.
«No se lo deseo a nadie. Es muy doloroso perder a un hermano, a los padres... Pero a un hijo. A una hija...», dice Felipa, mientras sus dedos (los mismos dedos que hace 48 años abrazaban las tiernas piernas de la pequeña María José) rozan con delicadeza la foto más importante su vida. «Ella ya no está aquí conmigo... pero no se va nunca. Nunca se va», murmura Felipa, 85 años, residente hoy en la Casa de Beneficencia, institución que hunde sus raíces en el asilo de caridad abierto en Valladolid el 18 de julio de 1818.
Felipa fue la pequeña de los seis hijos que tuvieron Josefa y Clodovaldo, el carnicero de Villafranca de Duero. «Al final, todos echábamos una mano en el negocio. Mi hermano Vitorino se dedicaba a la labranza, los cereales, pero todos los demás estábamos liados con la carnicería», rememora. Cuenta que estudió en el colegio del pueblo hasta que cumplió los 14 años. Con doña Julia, la maestra que le enseño «a leer, a hacer cuentas, los problemas». «Siempre me sentaba en la mitad de clase, ni muy delante ni detrás del todo. Al lado de María, que era una buena amiga. Antes de irnos a casa, nos gustaba hacer juntas los deberes que nos mandaban, porque las cosas siempre son más fáciles cuando se hacen entre dos».
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Y después del colegio, a trabajar en el hogar. «No es como ahora, que hay mataderos. Antes teníamos que hacerlo todo nosotros.Mis hermanos Ángel y Julián se dedicaban a la compra venta de ganado. Se recorrían los pueblos de Zamora para comprar, sobre todo ovejas y lechazo, y luego, cuando tenían una partida, los llevaban los domingos para venderlos en el mercado de Medina del Campo».
Felipa y sus otros dos hermanos, Fulgencia y Virgilio, se encargaban junto a sus padres de preparar las carnes para venderlas en el negocio familiar. «Teníamos que desollarlos, que quitarles la piel, y luego preparar las piezas. Y hacíamos los chorizos.No era desagradable, era nuestro oficio». ¿Y en los tiempos libres? «La costura. Siempre me gustó mucho coser», asegura, mientras busca en su pequeño bolso otra foto:ella, vestida de oscuro, con sus padres y sus hermanos.
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Fue gracias a dos de ellos como Felipa conoció a Francisco Benito, su marido. «Era amigo de mis hermanos, los que hacían negocio con los animales. Conocieron a Paco en uno de los pueblos a los que iban... se hicieron amigos». Y de ahí nació el amor. Felipa tenía 32 años. «Yo ya era mayor para la época. Mi madre me decía, hija, que no te vas a casar. Y me casé», sonríe.
«Dejé el pueblo y me fui a vivir con mi marido a El Paso. Y luego a Zamora capital. Allí tuve a mi hija, en la clínica Almendral. No hay día que no me acuerde de ella. Me acompaña siempre, allá donde voy», rememora hoy, con el recuerdo triste de aquel día aciago de septiembre de 1995. «Desde entonces he intentado vivir. Ayudando siempre a los demás. ¡Anda que no he hecho recados aquí en la residencia!», dice Felipa, 85 años, en plena recuperación de una operación de cadera.
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«Ahora estoy un poco más torpe, me tengo que entretener con el parchís y la brisca, pero he sido muy andarina. ¡Lo que he caminado yo! ¡La de paseos que me he dado!», dice. Porque caminar, seguir adelante, es la única opción ante los sinsabores de vivir.
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