Lo peor para Francisco Javier García Lázaro, oceanógrafo vallisoletano afincado en La Palma –Puerto Naos–, no fue dejar atrás su vida cuatro días después de que el volcán entrara en erupción. Tampoco fue la tensión continua y prolongada durante los casi tres meses que ... pasaron hasta el Cumbre Vieja se 'durmió' por el desconocimiento de no saber si las coladas habían alcanzado su finca.
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Lo peor, según reconoce, es la «ansiedad e incertidumbre» que arrastra desde entonces por vivir «desplazado» de su hogar. Porque el vallisoletano, como otras tantas familias de Puerto Naos, no ha podido aún regresar a su domicilio.
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Antonio G. Encinas
Diez meses después de que Cumbre Vieja estallara. «Los vecinos de Puerto Naos no pueden volver por los gases; puedo volver a casa porque pertenezco a agricultura y la vivienda la tengo en mitad de la plantación de plátanos, pero no me atrevo por los gases. El atoramiento de gases como una esponja es lo que nos tiene fuera», relata García, que posee un «bosque comestible» llamado llamado 'Ecofinca Platanológico' y que se quedó a apenas un kilómetro y medio de ser sepultado por la lava.
Las cenizas de Cumbre Vieja cubrieron más de 3.000 hectáreas, 73 kilómetros de carreteras y 1.676 edificaciones. La parcela del científico y divulgador vallisoletano se salvó por los pelos. Se quedó a tan solo 1.500 metros de la destrucción total.
«No se puede entrar porque hubo una intrusión por el suelo;si el volcán hubiera seguido vivo un mes más, estoy convencido de que habría entrado en Puerto Naos», dice, con cierto alivio, aunque desesperanzado porque, afirma, «las ayudas no están llegando». «No se han repartido del todo bien; con lo que te dan no puedes recuperar tu casa. Las casas provisionales no se han repartido, solo tres o cuatro, y la gente no quiere vivir en contenedores, es una desesperación grande», asevera.
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Sostiene, además, que en el caso de los mil vecinos de Puerto Naos, el «drama» es mayor si cabe, porque siendo víctimas del volcán –cuenta– no son reconocidas como tal. «No estando sepultado por la lava no podemos volver a nuestras casas. En cierta medida estamos igual que los que lo han perdido todo bajo la colada y, sin embargo, los que lo han perdido todo son damnificados y los tratan como tal, entran dentro de las ayudas, pero nosotros, estamos en esa misma situación, no podemos pasar el duelo de decir me planteo mi vida, busco si quedarme, si irme, tampoco podemos volver...», lamenta.
Durante todo este tiempo, su familia –tiene tres hijos– ha vivido en garajes, en casas de amigos e incluso en una caravana «que era más una maleta grande donde guardábamos los disfraces de carnavales que otra cosa, no tenía ni luz ni agua». «Hemos estado durmiendo en sofás en casa de amigos; también, cuando salimos, fuimos unos días al garaje de una amiga», recuerda.
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Ahora, destaca, viven en un piso de alquiler con la ayuda del Gobierno. «La ayuda de Cruz Roja se nos acabó, ahora el Gobierno paga una gran parque del alquiler, pero es que no hay muchos sitios en alquiler».
La lava no alcanzó su «bosque comestible», su medio de vida, pero desde hace diez meses un manto de cenizas cubre las hojas –la gran mayoría secas– de sus plantaciones, entre las que había «papayas, chirimoyas, caña de azúcar y hortalizas». Aunque, como no podría ser de otra manera, el «anfitrión» era el plátano.
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La estampa, relata, es «desoladora». Se le encoge el corazón, se le rompe la voz, cada vez que habla de ello. Porque no es fácil. En el mejor de los casos, volverá a ser lo que era en año y medio. Como pronto. Porque no puede 'alimentar' a la finca con el agua de las desaladoras –hoy única forma de hacerlo–. «Podríamos servir agua de las desaladoras, pero en un sistema agroecológico es muy importante que el suelo esté vivo», argumenta, mientras insiste en que «no tenemos agua en condiciones».
No obstante, confía en que pronto sea una realidad. «Parece que dentro de poco, en semanas más que días, tendremos agua mineral de nuevo, pues se están volviendo a poner las tuberías», continúa.
En caso de que eso sucediera ya, la primera cosecha –«que no es la mejor», matiza– no podría recogerla hasta dentro de año y medio. El motivo, indica, es porque «estamos cosechando aproximadamente a los catorce meses de nacer la planta».
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Lo único bueno que se lleva de estos diez meses eternos es la ola de solidaridad que han recibido. Especialmente agradecido se muestra con los damnificados por el terremoto de 2011, que inmediatamente se pusieron a su disposición y les abrieron caminos que, de otro modo, hubieran tardado meses en encontrar. «Nos dieron consejos, nos dijeron por dónde teníamos que tirar. En definitiva, nos ayudaron mucho; pero también nos advirtieron de que el camino iba a ser largo para recibir las ayudas», concluye.
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