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«Levántate Irina, estamos en guerra. Acaban de bombardear la base militar que está a 9 kilómetros de tu casa». Esa es la llamada que, al amanecer, despertó a esta joven ucraniana de 31 años que lleva media vida en Valladolid. «Es tal terror que ... se te encoge la sangre», explica sin levantar la cabeza del suelo. El 24 de febrero, se encontraba en la casa familiar de Sambir junto a su marido y su hermana pequeña, con los que había viajado hacía unas semanas para visitar a su abuela. «Nadie esperaba lo que ha pasado. Nadie», repite con inmensa tristeza.
Desde ese momento su cabeza actúa de forma mecánica, «porque te entra tanto pánico que no sabes lo que haces. Ni siquiera sabes qué llevarte». Lo único que Irina tenía claro era que tenía que poner a salvo a su abuela y llevar lo imprescindible a la bodega que tienen en la casa familiar para pasar unas horas, «porque no pensábamos que esto iba a llegar a la situación en la que estamos», explica sin despegarse de un móvil que recibe constantemente mensajes y llamadas de amigos y familia que ha quedado en el país.
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En su rostro se evidencia el agotamiento, pues apenas ha descansado desde que el pasado jueves emprendiese el camino de vuelta a Valladolid en un pequeño Nissan. «Fue un viaje muy raro. Salimos con lo puesto e íbamos en contacto permanente con los voluntarios de mi ciudad, con los amigos de Valladolid y de Sambir y hablando con la familia. Ha sido agotador», señala Irina.
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Solo les separaban 28 kilómetros hasta la frontera con Polonia, donde presenció desgarradoras despedidas entre las familias. «Los hombres acercan a sus mujeres y a sus hijos a Polonia y luego se dan la vuelta para luchar». Por ese motivo tardaron más de 9 horas en recorrer la pequeña distancia que separa la guerra de la paz. Al pasar la frontera se enteraron de que los hombres ya no podían salir del país. «Vimos cómo muchos se daban la vuelta para luchar». Hicieron noche en Cracovia y ahí pensaron en esperar, «porque creíamos que igual era cosa de un día, pero tuvimos que ser realistas». No vieron presencia militar en su camino, «porque todo estaba concentrado al principio en la zona cercana a Kiev. Dudamos si dar la vuelta o no y me siento muy mal por irme de allí, pero una cosa es estar aquí y verlo y otra cosa es vivirlo sabiendo que te marchas», afirma con el dolor de una persona que deja media vida a 3.000 kilómetros de distancia.
En todo el trayecto de vuelta su cabeza solo se despejó con un objetivo, ayudar. «Vi en redes sociales cómo un amigo mío pedía medicinas y cosas necesarias y durante el viaje ya empecé a moverlo todo para contactar con amigos de Valladolid». Aunque fue cosa de dos, explica Irina, pues aquí su familia ya recibía decenas de llamadas de vallisoletanos dispuestos a ayudar con lo que fuera. «La respuesta ha sido impresionante, no tengo palabras para agradecer cómo se está volcando la gente», añade la joven psicóloga que llegó este lunes a primera hora de la mañana. «Ya no sabes en qué día vives, para nosotros ahora los días se cuentan en función de lo que dura la guerra. No pensamos en otra cosa», explica con unos agotados ojos azules, mientras mira sin ver a los niños que juegan en el parque Lola Herrera. Se emociona al recordar cómo una joven le ofreció su casa. «Eso fue el tercer día y ahí ya rompí a llorar, porque te das cuenta de la gravedad de la situación, para que alguien te ofrezca su casa sin conocerte. No hay palabras», afirma.
Agradece la inmensa solidaridad de ucranianos y vallisoletanos, que en apenas dos horas llenaron el lunes el local de la calle Divina Pastora en el que siguen y seguirán recogiendo «hasta que dure la guerra» artículos de una lista que no deja de cambiar con las horas. «Ahora lo que necesitamos son vendajes, lonas de camuflaje, linternas, walkie talkies y pilas», explica mientras hace memoria.
Esta noche una furgoneta cargada saldrá rumbo a la frontera entre Ucrania y Polonia. «Allí lo recogen y lo distribuyen como pueden», aunque no será el único viaje que vaya una zona de creciente conflicto. Su marido y un amigo irán en pocos días para poder seguir llevando material, «tenemos que seguir resistiendo», finaliza Irina antes de poner rumbo a las tiendas de su barrio, Las Delicias, para pedir cajas de cartón en las que almacenar más cargamentos de solidaridad.
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