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Adiós a los paseos al aire libre, las partidas en el bar, las largas conversaciones en la tienda y los apretones de manos. Se acabaron los corrillos en la plaza, la cercanía en la cola del pan, los cursos de manualidades, la gimnasia, la educación de adultos y las charlas culturales. Por lo menos de momento. El confinamiento obligatorio por la crisis sanitaria del coronavirus también se vive -y se padece- en los pueblos pequeños de la provincia, habitados por vecinos acostumbrados a un trato continuo del que ahora no pueden disfrutar como les gustaría.
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Ana Santiago
Las consecuencias de la irrupción del Covid-19 en las vidas de todos los vallisoletanos también se notan en los comercios del medio rural, un sector esencial que, precisamente por el hecho de serlo, no puede parar. Los colmados de los pueblos, siempre imprescindibles para abastecer de productos básicos de alimentación e higiene a sus habitantes -muchos de ellos de avanzada edad-, son todavía más necesarios en este momento. De ahí que sigan abiertos, pero extremando las precauciones para evitar los contagios.
Lo mismo ocurre con las explotaciones agrícolas y ganaderas. Ni los cultivos ni las reses, a las que hay que atender a diario, entienden de alertas sanitarias o confinamiento. Otros profesionales, como los que fabrican y reparten el pan a diario o despiezan canales para que los ciudadanos dispongan de carne fresca, también continúan al frente de sus negocios. Aunque preocupados por el envite del Covid-19, saben que su labor es fundamental no solo para sus convecinos, sino para el conjunto de la sociedad.
Rocío Sánchez es la gerente del bar Hornija, en Peñaflor de Hornija, y el 14 de marzo a mediodía, antes de que se declarara el estado de alarma, decidió bajar la persiana de su establecimiento. Pensó que sería lo mejor para los vecinos, «porque si hubiera tenido abierto, alguno hubiera venido a tomar café», dice. El domingo se lo tomó de descanso y el lunes aprovechó para hacer limpieza general en el local.
Leónides siempre ha sido una persona activa. Se jubiló hace unos meses y cuando estaba empezando a acostumbrarse a la nueva situación, el coronavirus trastocó su rutina. «Lo llevo muy mal. Para mí ha sido un cambio radical pasar de estar todo el día sin parar, a no hacer nada. No puedo ni subir a echar la partida. Me doy paseos por el patio y procuro entretenerme con las herramientas haciendo bricolaje. Las horas se me hacen muy largas», dice este torreño. También ocupa su tiempo viendo la programación especial sobre el Covid-19. «Me gusta estar informado, aunque a veces la información que llega es contradictoria», señala.
El Covid-19 ha dejado a Diego Alonso sin trabajo. Este joven de 27 años de Mota del Marqués es coordinador de ocio y tiempo libre en el Aula de la Naturaleza Emilio Hurtado en Duruelo (Segovia). «Tenemos muchísima incertidumbre. No sabemos qué va a pasar. Al recibir la comunicación no pude ir al Ecyl y no sé cuándo podré ir, por lo que tampoco sé cuándo cobraré», dice este joven que también trabaja en el Centro de Ocio Joven de Viana de Cega.
En Barruelo del Valle Javier Sandoval y su hermano Gonzalo tienen una explotación ganadera donde trabajan al mismo ritmo que antes del estado de alarma. «Las ovejas no perdonan. Hay que atenderlas todos los días. Las echamos de comer y ordeñamos dos veces al día. No entienden de alertas sanitarias ni aislamiento. Los ganaderos no podemos dejar nunca de trabajar», constatan. «Tenemos también agricultura en Torrelobatón y ya no salimos con el tractor, porque hemos acabado de tirar abono y herbicida. Suponemos que otros compañeros que tengan que sembrar remolacha o maíz estas semanas no tengan ningún problema», añaden.
«Es una locura», dice Úrsula López mientras cobra a una clienta y atiende a El Norte de Castilla. «El mío es el único negocio que queda abierto en el pueblo. Los bares y restaurantes están cerrados y yo los primeros días intenté frenar la psicosis de los vecinos, asegurándoles que no se iban a quedar sin comida ni otros productos», añade. Ella es la gerente del supermercado La Cigüeña, en San Miguel del Pino. Abrió hace cuatro meses para dar un servicio que no existía en la población. «Covirán me sigue abasteciendo los martes y jueves. Hay productos que puede que tarden más, porque muchas plataformas dependen de Madrid, pero no deben tener miedo», informa esta tendera que no se despega de sus guantes y se afana en desinfectar el mostrador cada dos clientes.
«No toques ningún artículo, aunque pienses llevártelo. Pídemelo». Es una de las recomendaciones que hace Fabián Castaño a sus clientes de la tienda Comestibles C. G. de Ciguñuela. Una advertencia que también ha publicado en las redes sociales y que todos los clientes siguen a rajatabla, igual que mantener la distancia de seguridad.
Siempre ha extremado la limpieza en su profesión, y ahora todavía más. Jesús García, panadero de Gallegos de Hornija, trabaja duro para seguir dando un buen producto a sus clientes. Reparte en siete pueblos de la comarca del Hornija, tres áreas de servicio, 20 puntos de venta en la capital y otros tantos en el resto de la provincia. Quería bajar el pistón y dejar de distribuir dulces en la ciudad estos días, pero no pudo ser.
El epicentro gastronómico del pincho de lechazo, Traspinedo, solo mantiene abiertos la farmacia, el estanco y los comercios que abastecen de comida al pueblo, que han notado un inédito aumento de las compras. La localidad acoge más de 1.000 chalets, hay vecinos de Valladolid e incluso Madrid que han decidido pasar allí la cuarentena impuesta por el Gobierno.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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