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No hubo cuentas atrás, pero bien podría haberla tenido. Una de las hojas del cierre automático inició su descenso a las 22:00 en punto. De fondo, el sonido del reloj del Ayuntamiento daba fe de la puntualidad. Con un inusual aspecto de economato de ... posguerra y una precisión horaria suiza. O británica, que para eso lleva ese apellido. El Corte Inglés de la calle Constitución cerró ayer definitivamente sus puertas al público en una ceremonia con más curiosos, -diez, veinte, todos inmortalizando la escena con sus móviles y desafiando los cero grados con sensación térmica de -2 que marcaban las apps de meteorología- que solemnidad. Sin discursos ni lágrimas, salvo las que seguramente resbalaran por las mejillas de los empleados y empleadas, que se quedaron dentro cuando el edificio se apagó para los demás.
«Rebaja final», «oferta límite» anunciaban las dos pantallas verticales que flanquean la entrada al gran almacén. Nunca la publicidad de El Corte Inglés ha sido tan sincera como ayer, 28 de febrero. El remate final en el caso del centro comercial que un día fue Galerías Preciados y luego El Corte Inglés era de-fi-ni-ti-vo. Nunca más. Ya no será primavera antes que en ningún lado en el bloque a la espalda del Teatro Zorrilla. Para seguir la tradición que impuso a mediados del siglo pasado ese pionero asturiano llamado Pepín Fernández, para practicar la elegancia social del regalo habrá que dirigirse al hermano mayor de la firma, en el paseo de Zorrilla.
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Media hora antes de la bajada del telón en el templo de la moda, la cosmética y el abastecimiento de alimentos, clientes y vendedores se despedían con cariño. «¿Iréis a Zorrilla, no?» «O al Hipercor, donde nos manden allí estaremos». «Mucha suerte donde sea». Casi dos décadas de atención han creado un vínculo especial con quienes atendían el gran almacén que ya no lo es, como quedó de manifiesto durante los tiempos más duros del confinamiento, en los que solo permaneció abierto al público el supermercado. «Es que a los que vivimos por aquí nos hacen una faena», se lamentaba una mujer de mediana edad a escasos metros de una abuela que se hacía fotos «de recuerdo» junto a la fachada junto a sus dos nietos. Cinco minutos antes de las diez, a modo de los cuartos del reloj de la Puerta del Sol, el luminoso de la parte superior de la fachada se apagaba, dejando colgada a una 'instagramer' que trataba de encuadrarlo en su móvil hasta que desapareció. Para esa hora, la calle frente a la fachada de El Corte tenía un aire que recordaba, también por el frío, al desastre del Titanic, con los curiosos convertidos en náufragos que no dejaban de hacer fotos. Valladolid no tiene playa de la Concha ni de San Lorenzo, pero el bloque de fachada ciega revestida de hexágonos era en los prolegómenos de su cierre definitivo lo más parecido a una ballena varada dando las boqueadas.
Cuando el modelo comercial de grandes almacenes empezó a llegar a España en los cincuenta y sesenta, las ciudades donde se asentaban presumían de modernidad y de empuje económico. Ahora, con ese modelo consolidado y bien defendido en el caso de Valladolid con el buque insignia de El Corte Inglés en el paseo de Zorrilla, las urbes buscan no quedarse atrás en la carrera del progreso a base de establecimientos hoteleros de alto 'standing', edificios singulares y macrotiendas de Inditex, como la propuesta que trae a la ciudad el nuevo propietario del edificio de la calle Constitución con Menéndez Pelayo, a una manzana escasa de la calle Santiago. Un proyecto al que le queda por superar el complicado reto de hacer olvidar a los vallisoletanos que una vez allí hubo unos grandes almacenes de El Corte Inglés, donde siempre la primavera llegaba antes.
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