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Después de aquella cena de empresa con los compañeros de trabajo, alguien propuso hacer una visita al casino (entonces en Boecillo) antes de continuar la noche por bares y discotecas. «Éramos cuatro. Dijeron que pusiéramos un bote de 50 euros y así compartíamos apuestas. Recuerdo ... que comenté: 'Pero estáis locos. Vamos a perderlos. Con ese dinero nos tomamos unas copas y así no tiramos 50 euros'. Y fíjate, la de billetes que habré tirado yo desde entonces. Una carretilla», cuenta Hugo, nombre ficticio, siete años (y varias recaídas) en terapia por su afición patológica al juego. «Hasta ese día en mi vida había jugado. Nunca. Ni a las cartas. Nada. Del juego no tenía ni idea. Pero fui al casino con los compañeros de trabajo, apostamos 50 euros (sobre todo a la ruleta) y salimos tres horas después con 450 euros cada uno. El juego no, pero el dinero siempre me gustó. Y esa fue mi perdición», explica.
Guillermo tenía 18 años la primera vez que echó una moneda a la tragaperras de un bar de su pueblo. Tuvo la «mala suerte» de que la primera vez hubo premio: 24 euros. «Ojalá no me hubiera tocado. Pensé que siempre sería así. Salía con los amigos a tomar el café, y pasaba por la tragaperras. No podía evitarlo. Al principio solo los fines de semana. Luego también me acercaba al casino, porque entonces no había tantas casas de apuestas como ahora: en todas partes, en todos los barrios».
La cena de empresa de Hugo, la quedada de Guillermo con los amigos. «El juego tiene una vertiente social cada vez más acentuada. El acceso a las apuestas a través del grupo de amigos es muy habitual», explica Ángel Aranzana, presidente de Ajupareva, la Asociación de Jugadores Patológicos Rehabilitados de Valladolid, que este año celebra su trigésimo aniversario. El centro Reina Sofía sobre adolescencia y juventud, de la Fundación de Ayuda para la Drogadicción, ha publicado el informe 'Jóvenes, juegos de azar y apuestas' que concluye, a partir del trabajo con personas de 18 a 24 años, que visitar locales de apuestas (hay 36 en la capital), jugarse unos euros en acertar si ganará tal equipo o si tal jugador meterá gol, se ha convertido en una «forma más de ocio». Quedar para ir a la casa de apuestas como quien tiene una cita para el cine o la discoteca. Tres de cada diez adolescentes (más los chicos que las chicas) lo han hecho en algún momento en el último año.
«Allí quedan para ver el partido de fútbol, en pantallas gigantes, con consumiciones más baratas, invitación a un pincho de vez en cuando.Una bomba de relojería», asegura Aranzana. «Como en muchos casos se pone bote, no se tiene la sensación de que se juega el dinero propio, sino el del grupo. Yes una forma de engancharse, de demostrar además que se tienen ciertos conocimientos, cierta destreza ilusoria», indica el informe. «Cuando ganas, te sientes capitán general, invitas a rondas a los amigos, al que se pone por delante. Te sientes un tío poderoso, pero eres un puto pringado, un pagafantas», asegura Guillermo.
Después de aquella cena de trabajo con casino de postre, Hugo quiso más. Y ya fue solo. Sin amigos. «Volví a picar a las dos o tres semanas. Yo al póker no sabía, así que me puse en la ruleta. Me salió un pleno, y otro, y otro. Junté pasta. Yempecé a ir más a menudo. Cada dos o tres días. Me acercaba al casino a primera hora, en cuanto abrían, para luego quedar con la novia. Pensaba que había entrado en racha, pero el dinero que ganaba lo gastaba enseguida. Y más. Así estuve año y medio, hasta que todo se destapó». Los cuatro préstamos bancarios. Las tres tarjetas de crédito. Los minipréstamos por Internet. «Y encima me quedé sin el curro. Me veía con tiempo libre. Mi cabeza buscaba dinero por todas partes. Llegué a perder 32.000 euros. Y el Opel Astra, que tuve que vender. Y esto, con 25 años».
Cuenta que el apoyo de sus padres, de su pareja, fue fundamental para comenzar a acudir a terapia. «¡Con todo lo que les hice! Quedaba con la novia y le decía que me invitara a cenar y al cine, que no tenía un duro. Y luego, cuando la dejaba en casa, me iba otra vez a jugar. ¡Cómo se puede ser tan cabrón!». «Estuve un año sin jugar, pero mi cabeza pensaba en lo que pensaba. Y volví a caer. Me abrí una cuenta paralela. Levanté las autoprohibiciones que tenía en el casino. Yo sé que estoy enfermo, pero como mi enfermedad no duele, como no me afecta a nivel físico, como no es un cáncer, pues no le daba tanta importancia. No me lo tomaba en serio. Y no hacía por curarme».
«Los jugadores somos tipos retorcidos. Hacemos de todo para que no nos pillen. Cuando tenía 22 años, mis padres recibieron un dinero por la venta de un local. Les cogí 500 euros. Fue la primera vez que les quité dinero», cuenta Guillermo, que se convirtió en un asiduo de las tragaperras y las salas de juego cuando se vio con trabajo en Renault. «El problema no es que me gastara lo que tenía, es que me llegué a gastar lo que no era mío. Yo también pedí préstamos. Le robé dinero a un familiar muy cercano. No dejé de jugar porque sentía que me hacía daño. Lo dejé porque me pillaron. Y aún estoy pagando 700 euros todos los meses para quitarme las deudas», explica Guillermo quien, junto con Hugo, acude todas las semanas a terapia con otras personas entre 18 y 40 años. «Y cada vez vienen más jóvenes. Les meten el juego por los ojos. Con tanta publicidad. Sin control de acceso en las casas de apuestas. Y el juego no es un juego», concluyen.
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