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El frío va en serio a las doce de la mañana de este viernes de enero en Valladolid. Las máquinas trabajan a destajo en la calle Pavo Real para que el futuro centro social de Pajarillos esté listo en febrero. El alcalde, Óscar Puente, contempla ... el proyecto aprovechando un paseo por la barriada del 29 de octubre, una de las zonas más estigmatizadas de la ciudad, a la cola en renta per cápita y con una mayor tasa de personas en riesgo de exclusión social. Su visita ha despertado el interés de un grupo de vecinos, todos hombres, que pasan la mañana a pie de obra en un improvisado corro.
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Charlan, fuman, intercambian conversación con los paisanos que se asoman a las ventanas de estos edificios de viejo ladrillo. Y ahí, entre los observadores, se encuentra José, nueve años y una mañana ociosa. Debería estar en el colegio, en el Cristóbal Colón (a doscientos metros de esa vivienda), pero alega un «dolor de barriga». «Tenías que estar en clase, hoy no es fiesta», le riñe el alcalde, en presencia de su madre. «Mire –replica el niño– llevo toda la mañana en el baño», y saca de su cazadora un rollo de papel higiénico.
No será un caso aislado. En su recorrido por el barrio habrá más niños de la edad de José o incluso inferior, que deambulan por este polígono de viviendas en horario escolar. La tasa de absentismo en esta barriada roza el 30%, frente al 1,7% de toda la ciudad. Todos están escolarizados, pero se descuelgan del sistema educativo prácticamente la mitad del curso escolar. «No lo ven como una necesidad», se lamenta el director del colegio Cristóbal Colón, Alberto Rodríguez, 'Bertoni'.
La barriada del 29 de Octubre lleva grapada a su historia los estigmas de la droga y el umbral de la pobreza. Las ventanas aquí se tapian con colchones, los portales son trasteros improvisados y las plazas un recogedero de somieres. Hace años que el Ayuntamiento interviene para dignificar estas viviendas con un lavado importante de cara en fachadas y tejados. Y que la comunidad educativa de Pajarillos apuesta por cambiar el barrio desde las aulas. Pero para eso, primero, hay que acudir a clase. «Y tenemos contabilizados sesenta niños que no asisten regularmente a clase; de ellos, doce no van en todo el curso, el resto se escaquea entre el 20 y el 50% del año», lanza a bocajarro el director del colegio Cristóbal Colón.
La moneda tenía así dos caras para los profesores y director de este centro: o cambiaban la situación o tiraban la toalla. «Y había que atajar el absentismo», incide Bertoni. ¿Cómo? «Convenciendo a los padres de estos niños de que necesitan un futuro mejor, que hay vida más allá del mercadillo, de las ayudas o de los trabajos de temporero».
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Elaboraron entonces un listado con el nombre y apellidos de cada absentista, situaron en un mapa su domicilio y trazaron una ruta con las calles donde residían. En rojo, las vías con absentismo severo, los que no acuden nunca (Faisán, Perdiz, Pavo Real y Guacamayo); en naranja, con absentismo moderado, los que faltan entre el 20 y el 50% del curso (Gaviota, Villabáñez, Cigüeña, Papagayo, Zorzal y Paloma). El mapa dibujado coincidía con algunas de las calles más estigmatizadas del barrio pero donde, casualmente, comprobaron que prácticamente ninguna de las familias de estos niños absentistas cobran la renta garantizada de ciudadanía (los perceptores están obligados a disponer todos los medios para que los menores acudan a clase). «Así que se nos escapaban, no entraban dentro del ámbito de actuación».
¿Qué hacer entonces? Tirar de familiares que sí cobran esta ayuda social, tíos, primos o parientes lejanos, para convencer a los padres de la necesidad de que estos niños vayan al colegio para conseguir un futuro mejor. «Es un problema cultural, la mayoría pertenecen a la comunidad gitana y hay familias dentro de este colectivo que aún ven esta situación de forma diferente. Por eso tenemos que tirar de los que sí están concienciados, de los familiares, cercanos o lejanos, para que les hagan caso».
Esta misma semana celebrará una reunión con todas las familias del colegio que cobran algún tipo de ayuda. Calcula que pueden ser unas cuarenta las que pueden colaborar –por la ley de protección de datos no sabe exactamente cuántas cobran la renta garantizada–. Ellas, de forma voluntaria, junto con universitarios de la UVA –hay un convenio firmado– y los alumnos más mayores del centro se encargarán todos los días a las 8:45 horas –y en grupos de dos o tres personas– de recorrer la que ya han bautizado como la Ruta de Escolarización Segura. Trazarán así un recorrido por las calles donde residen los absentistas, portal por portal, para recogerles y llevarlos a clase. La ruta estará señalizada con unas huellas en la calzada que el alcalde y el concejal de Movilidad, Luis Vélez, vieron esta semana 'in situ'.
Mientras que habrá además señales verticales en los puntos de encuentro para realizar esta ruta. «No vamos a obligar a nadie, pero que sepan que nosotros vamos a pasar todos los días por el portal donde viven por si quieren sumarse a nuestra ruta y venir a clase, que cada día dos personas van a salir de Papagayo y van a recorrer estas zonas», incide el director del centro. Los voluntarios no se pararán, tampoco llamarán a las viviendas. La recorrerán de una forma atractiva y divertida. Bien, disfrazados de payasos o bien en patinetes, patines o en bicicleta. «De una forma divertida que les anime a venir al cole, porque tenemos doce que no pisan, que no se les ve por aquí, y no podemos consentir que esto continúe así», incide.
La propuesta, en la que está también involucrada la concejalía de Seguridad, viene a complementar el plan contra el absentismo que desarrolla la Consejería de Educación que, en casos extremos, puede acabar en la Fiscalía con consecuencias legales para los padres. En 2018 se registraron en Valladolid 125 casos de absentismo, según el plan municipal.
En algunas zonas de Pajarillos, según datos de la comunidad educativa, el 80% de los alumnos abandonan los estudios en tercer curso de Educación Secundaria Obligatoria. Y es ahí donde la iniciativa Pajarillos Educa, impulsada por centros educativos y colectivos del barrio, vuelca desde hace dos años sus esfuerzos para conseguir dar la vuelta a las estadísticas.
Los resultados se van asomando. Lentamente, pero van dando pasos. Por primera vez este curso escolar se consiguió completar todo el cupo de plazas de Infantil en el colegio Cristóbal Colón. Fueron 21 niños y niñas matriculados, algunos de ellos hijos ya de exalumnos. «Eso es un logro», exclama Bertoni. Y su objetivo. «Se tienen que acostumbrar a ir al colegio desde pequeños, después ya es prácticamente imposible reconducirles», dice contundente.
Su idea es convertir este centro de 220 alumnos y, en general, un barrio que acoge vecinos de más de cuarenta nacionalidades, en «el más bonito de España». Hace unos días que el Ayuntamiento y la Universidad han llegado a un acuerdo para que universitarios vivan en el polígono del 29 de Octubre en un alquiler barato a cambio de prestar servicios sociales. Y hay más. Porque existen ya conversaciones con clubes deportivos, por ejemplo de rugby, para que deportistas de élite trasladen su residencia a esta barriada. «¿Qué pasaría si vieran por aquí pasear a sus ídolos, a los que van a ver jugar al campo de Pepe Rojo, por ejemplo? Pues por un lado que se iría dando una imagen de normalización del barrio y, por otro lado, crearíamos ídolos y referentes que animaría a los muchachos a estudiar». Ese es otro proyecto. «Uno más» para convertir el barrio en «un referente de la integración», concluye.
Lo tiene claro. Quiere que sus dos hijos, de nueve años (mellizos), estudien todo lo que puedan para conseguir una profesión que les haga feliz. Cada día, Sara Jiménez, de 39 años, acude al colegio Cristóbal Colón a recoger a sus hijos, que «no faltan nunca a clase». «Aquí los niños son felices», zanja como presentación. Y ella, también. No pudo estudiar. Así que vuelca sus esfuerzos en sus dos hijos pequeños. «Quiero que aprendan, que estudien, que sean lo que quieran ser, porque mi marido se dedica a vender coches y a hacer monturas de caballos y ellos ya han dicho que no se van a dedicar a esto. Pues que estudien».
Admite que en la cultura gitana aún faltan referentes. Y eso, muchas veces, es lo que frena a los padres para empujar a los hijos al colegio. «No lo ven tan cerca y no lo ven importante. Pero no todos somos así. Pagamos justos por pecadores y muchos queremos que nuestros hijos sean lo que quieran ser».
Ramón, uno de los mellizos, lo tiene claro. Lo suyo es la docencia. Enseñar matemáticas a futuros alumnos. Eso, o dar patadas a un balón. El sueño del fútbol.
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