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Uno sabe, por esa universidad de la vida que son las series de televisión, que en profesiones como la de policía las grandes amistades y las enemistades grandes también se forjan en noches de patrulla en pareja, en misiones de vigilancia interminables. Los que hacemos periódicos ni llevamos uniforme ni nos libramos de los atascos pegando farolitos de colores en el techo del coche mientras ponemos ululante banda sonora a la ciudad, ni comemos tantos donuts, pero al igual que la pasma y por razones de cierto parentesco casi siempre resultamos igual de incómodos a la sociedad a la que pretendemos servir y trabajamos a menudo en coberturas informativas formando dúos, repicando la fórmula eterna de plumilla + fotero, en ese riguroso orden, no se me vayan a confundir.
Conocí a Gabi el primer día de aquel verano en el que se incorporó a la vieja Redacción de El Norte y tardé muy poco en admirar su talento y casi lo mismo en sentirle como uno de los más amigos en un hábitat en el que se comparten estrés y horarios imposibles. Hasta un ciego era capaz de ver su enorme capacidad profesional, que aunaba una forma especial de mirar con un conocimiento técnico inédito aún en aquellas plantillas periodísticas de los noventa, más apoyadas en la vocación y en la intuición que en la preparación académica.
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Por la suma de esa bonhomía personal y la seguridad anticipada de que el suyo iba a ser un trabajo bien hecho, todos peleábamos para que fuese nuestro compañero en las coberturas informativas de más lustre, casi como cuando en los partidos de patio escolar al echar a pies nos pedíamos al capaz de regatear a toda la nutrida defensa de aquellos veinte contra veinte de los colegios del baby boom. Si el tema que fuera se prestaba, si uno acertaba con los testimonios clave, si era capaz de entenderlo para narrarlo con cierta claridad y si las fotos las firmaba Gabriel Villamil, la apertura de sección estaba garantizada, cuando no la de la propia portada del periódico.
Vale, hasta aquí todo por lo canónico. Gabi era un buen chaval y un profesional magnífico, qué voy a decir yo ahora que se ha ido y que no podré volver a enzarzarme con él en una interminable discusión. Pero este retrato haría aguas sin remedio si nos quedáramos aquí. Llegados a este párrafo, merecen saber toda la verdad y si ya la sabían, se alegrarán de que seamos muchos los que coincidamos en la definición: Gabi era un agonías de manual. Un perfeccionista rayano en lo obsesivo, un profesional incapaz de dejar nada a medias. Si le tocaba cubrir los partidos del Pucela -y, créanme, le tocaba siempre- se presentaba en el estadio tres horas antes del comienzo. Si se había anunciado con antelación un eclipse de sol, se pasaba los días anteriores buscando la mejor ubicación para poner la cámara, escogiendo entre las laderas de Parquesol o las almenas del castillo de Montealegre. Si llegaban los fuegos artificiales de las fiestas de septiembre, Gabriel los recibía con todo dispuesto antes de que las pirotécnicas hubiesen cargado sus camiones en sus almacenes de origen. Al mes siguiente, fijaba su objetivo en ese colectivo tan peculiar que forman las gentes del cine y dejaba instantáneas para la historia del fotoperiodismo, como aquella del año 2000 en la que Pilar Bardem posaba toda 'femme fatale' tumbada sobre la cama de su habitación del Olid Meliá.
Daba tanta seguridad su profesionalidad que a veces lo que verdaderamente daba era por saco. «Vámonos, Gabi. Déjalo ya. No me creo que no la tengas y yo me tengo que sentar a escribir». «Sí, sí, es un momento». Y no separaba el visor del ojo, daba pequeños pasos laterales y se agachaba. ¿Que si era cargante? ¡Un huevo y la yema del otro! Pero cuando entregaba, sus fotos te tapaban la boca. Y al llegar otra vez la hora de elegir pareja de baile no querías a otro. Y eso que cuando luego cruzabas umbrales de su intimidad para descubrir al Gabi sin la cámara al cuello, iba y se revelaba como un competente restaurador de muebles con magia en las manos, como un marido enamorado y como un padre volcado en sus dos hijas preciosas. Porque Gabi no siempre tenía razón, por mucho que se obstinase, pero el cansino de él siempre lo hacía todo bien.
Es ya y para siempre una referencia del periodismo gráfico en el diario con más solera de España, y eso consuela, pero poco. Era mi amigo y se ha ido justo cuando a su Barça le va peor y las coñas sobre el clan Laporta salen solas. Lo ha vuelto a hacer, como cuando había eclipse o partido del Pucela. Se ha adelantado para no dejar nada a la improvisación y así tener la mejor foto de lo que pase y no sé si cabrearme con él por las prisas o celebrar por adelantado lo que vaya a hacer ahí arriba. Porque nadie como él para retratar la vida desde donde esté y taparnos la boca con un fotón de portada, como aquella de Michael Jackson bajando de una nave espacial en el escenario del Zorrilla o la de algún peregrino recorriendo en soledad el Camino de Santiago. Ha luchado hasta el final, ha sido valiente, tenaz, positivo. Un ejemplo de entereza en un tiempo en el que lo normal es que a los que nos creemos sanos se nos vaya la vida en tontadas virales y absurdas y en victimistas quejas, casi siempre por pichicharras. Gabi se ha ido y yo voy a seguir pegándome con quien sea para que al lado de sus fotografías vayan mis textos y así parezcan mejores. Siempre.
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