El Carmen, un cementerio con tres leyendas y mil símbolos
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La primera necrópolis municipal vallisoletana atesora un desconocido catálogo de los usos y costumbres funerarios de los últimos 190 años
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La primera necrópolis municipal vallisoletana atesora un desconocido catálogo de los usos y costumbres funerarios de los últimos 190 añosLos paraguas multicolores compiten con los centros de flores en una víspera de Todos los Santos pasada por agua en Valladolid, pero ello de ningún modo empaña el entusiasmo de Jesús Anta y Kiko de la Rosa por mostrar los tesoros de su «vecino ... más ilustre», como se refieren al cementerio municipal de El Carmen. Ellos son los guías de las asociaciones de vecinos de los barrios de Belén y San Pedro Regalado que, como a cualquier grupo de turistas interesados en conocer «el otro Valladolid», acompañan desinteresadamente a El Norte de Castilla en una visita por lo singular, desconocido y misterioso de la primera necrópolis vallisoletana, una extensión de 35 hectáreas de sepulturas con unos cuantos misterios a descubrir. El primero, cuántos mortales descansan en paz en ella. «Nadie lo sabe, aunque se calcula que unas 150.000 personas, aunque hay panteones abandonados», indica De la Rosa, mientras Anta muestra el plano con las calles y señala la zona de cinco hectáreas de la parte 'noble', donde están las joyas del recorrido. A muchos vallisoletanos les gusta llamarle el Cementerio Romántico.
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Pero ya antes de entrar en el pórtico techado de la entrada, está la primera singularidad. En el frontis del arco que corona la puerta principal, luce la fecha en que terminó de construirse el recinto: 1843, aunque diez años antes ya había comenzado a enterrarse en esta zona por salud pública, una huerta pegando a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen Extramuros, lo que quedaba del antiguo convento de los carmelitas descalzos.
La tumba número 1 que estrenó el flamante cementerio la ocupó Lucas Cosme, un tejedor de la parroquia de San Juan, a quien dieron tierra el 28 de julio de 1833. Había costado medio siglo que los ayuntamientos hicieran realidad la orden del rey Carlos III para que se dejara de enterrar en las iglesias o sus aledaños. El pórtico de piedra se trajo del desaparecido convento de San Gabriel, que estaba ubicado en San Agustín, junto a la sede del actual Archivo Municipal. Debajo, la placa que reza «Cementerio Municipal» fue cortada y el apellido de municipal tornado a católico y viceversa cuatro veces en función de los vaivenes de la política y del grado de influencia de la Iglesia en los regímenes políticos sucesivos, dictaduras y repúblicas, con la Guerra Civil por medio.
«Aquí se concentran casi 200 años de la histpria de Valladolid». Dice Jesús Anta que el cementerio está estructurado como una ciudad romana y la arteria principal es como la calle Santiago. A un lado y otro se levantan los monumentos funerarios de la alta burguesía vallisoletana, algunos de ellos de gran valor artístico. «Vamos, que como en en vida, las clases sociales más elevadas ocupan los espacios céntricos y las clases populares se ubican en los barrios periféricos». Quiere comenzar el recorrido por la ciudad de los muertos ante la tumba de uno de los alcaldes por excelencia de Valladolid, Miguel Íscar, a quien la ciudad le debe su actual fisonomía. «Se murió en 1880, pero en tres años cambió la ciudad y por eso se le dedicó la Fuente de la Fama en Campo Grande». explica De la Rosa. Muy cerca está el panteón del arquitecto Teodosio Torres, autor del antiguo hospital de la Diputación, la Plaza de Toros y el instituto José Zorrilla.
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Pasamos por delante de las campanas que avisaban cuando se iba a cerrar el cementerio, para que nadie se quedase dentro. Antes de la pandemia una tormenta las derribó de su percha de hierro forjado y ahora lucen junto al camino principal. Kiko de la Rosa y sus amigos jugaban de niños en el interior de El Carmen, era su parque infantil. «Avisábamos al cura, que tenía la llave. Nosotros nos saltábamos sin problema», recuerda este apasionado de los camposantos, a quien le gustaría que, como en México, el recinto se utilizara más por los vivos, formara parte de la ruta cultural de la ciudad y hasta se programara un 'Tenorio' la noche de Todos los Santos.
Entre los panteones «de autor», llama la atención la simbología tallada en piedra o forjada en metal que, con el tiempo, ha perdido significado para las nuevas generaciones. «Todo intenta transmitir algo», subraya Anta. Como el ciprés que apunta al cielo y que se pierde en la noche de los tiempos de la tradición romana, cuando se plantaba junto a las calzadas y a la puerta de las villas en las que ofrecía cama y mesa: un lugar de descanso. «Y el verde, la paradoja de que vives cuando mueres, la flor del pensamiento... O el ancla, que utilizaban los antiguos cristianos perseguidos, que en realidad es una cruz invertida». En el cementerio de Valladolid hay cientos de símbolos, algunos de gran belleza, que también han evolucionado con los tiempos, como la corona de laurel, el triunfo de la vida y la perfección del círculo. En muchas de las tumbas hay antorchas invertidas, «que simbolizan que el fuego de que la vida se apaga», o un reloj de arena dorado con alas, alegoría «tempus fugit», el tiempo vuela, en lo alto de los panteones decimonónicos. Y los ángeles, el hilo de comunicación entre lo divino y lo humano. Floridos, historiados o esquemáticos, como el símbolo por excelencia de la muerte: la pala y la guadaña.
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Artistas cuyas obras lucen en calles y plazas de la ciudad también hicieron sus pinitos en el arte funerario, contratados por la burguesía de la época para embellecer su última morada. Nicolás Fernández de la Oliva, afincado en Madrid y autor de la escultura de Miguel de Cervantes de la plaza de la Universidad, fue profesor de la Academia de Bellas Artes en Valladolid y es el autor del panteón de la familia cántabra Sigter de Bustamante, escoltado por las misteriosas efigies en piedra de la Fe y la Esperanza. La otra virtud, la Caridad, corona uno de los enterramientos más conmovedores, el de «los tres párvulos», los tres niños de una misma familia, Mario, Gregorio y Alfredo Fernández Ruiz Maquieira, que fallecieron a corta edad. Para los eruditos del cementerio, el de la familia Maquieira es el panteón más sobresaliente de todos desde el punto de vista artístico. Perteneció a uno de los últimos responsables de los «pósitos», quienes se ocupaban de gestionar el grano de Castilla.
En realidad, los panteones y capillas son pura fachada, porque los enterramientos se realizan en el suelo, en bodegas. Se trata de suelo público y de concesiones administrativas por 90 años y «se heredan», aunque con matices. «No es una propiedad privada puesto que es suelo municipal, sino que la concesión se va renovando con cada enterramiento, es a perpetuidad mientras se siga utilizando», explica Jesús Anta. Al lado de los «tres párvulos», la tumba sencillísima de una mujer con calle en Valladolid, Pauina Harriet. Era la esposa del empresario de la piel Juan Dibildos, que creó un colegio para los hijos de los empleados con los hermanos de la Salle: el colegio Lourdes.
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El arquitecto Urbina, el del Pasaje Gutiérrez, también ha dejado su impronta en la necrópolis de El Carmen. Hay un enterramiento neogótico en el que bien se podrían haber inspirado las películas de Drácula serie b obra de este autor que también pone su firma a otros elementos muy singulares de las sepulturas vallisoletanas: las cadenas y velas encadenadas de metal que adornan muchas de ellas.
Pero no solo destacan las tumbas elegantes de ministros influyentes del siglo XIX y XX, como Mariano Miguel de Reinoso, alcalde y ministro de Fomento que diseñó los trayectos ferroviarios que pusieron a Valladolid en el recorrido del Madrid-Irun. Hay una zona de transición que se reserva el Ayuntamiento para empleados públicos. Junto a la sepultura de Pablo Martínez, concejal que falleció en 1981, en la que luce a rotulador un «te querré siempre» con dos besos pintados, está la de Daniel Prieto Díaz, el policía municipal asesinado por los hermanos Garfia y, detrás, un desangelado espacio, antaño circunvalado por un vergonzante muro de separación. Es el cementerio civil, al que se accedía por una entrada lateral. En él se enterraban suicidados, ajusticiados, masones, niños sin bautizar, protestantes. De nuevo los símbolos: la columna y el triángulo de la Masonería, pero también yace aquí algún comunista con una cruz encima. La tapia, explica Anta, se derribó en 1974 por acuerdo de la Corporación municipal, que consideró indigna esta separación. Entre alguna tumba cuya losa está troceada y hundida destacan blancas conchas, tal vez símbolo de enterramientos judíos. Aquí está enterrada Florencia Pratt, esposa del primer pastor protestante de Valladolid.
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En el paseo, de vuelta a los panteones choca por sus dimensiones el de Baldomero Soto y Familia, que es una evocación de la iglesia de la Madeleine de París, con sus columnas neoclásicas y de total inspiración bonapartista. También de sorprendentes dimensiones, aunque de los años cuarenta del pasado siglo y con un ángel como total protagonista del panteón, destaca la de Felisa Lebrero, viuda de Arconada, de cuyo autor nada de sabe. Mucho más inquietante por la bañera que corona el monumento funerario es la sepultura que reúne a tres familias: Presa, Fernández de la Reguera y Delibes, Al parecer, el primer enterramiento fue el de una niña que pereció ahogada. Los últimos restos que han sido trasladados a este catafalco son las cenizas del cineasta Antonio Mercero.
Al fondo, una escultura oscura de factura moderna destaca entre las cruces. Es la del patriarca gitano Tío Borlas, el mediador. Se trata de la última escultura que ha sido instalada en el cementerio municipal, obra del escultor Luis Santiago Pardo, autor de la escritora Rosa Chacel, sentada para la eternidad en un banco de Poniente.
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Todo son símbolos en el cementerio de El Carmen, como el sombrero a los pies del patriarca. Por el contrario, pocas son las leyendas. «Es un cementerio bastante apacible, sin misas negras, conjuros ni fantasmas», reconocen los carontes de esta visita. Solo tiene tres. Una de ellas, la de la joven, apenas una adolescente, representada en una escultura de bronce, la niña pidiendo clemencia que luce un escapulario colgado del cuello. Sigue siendo un misterio si representa a una persona real o es una alegoría. «Para los niños, es una niña que murió antes de hacer la comunión y para la gente mayor, una novia que no llegó a casarse», señala De la Rosa. El autor es Aurelio Carretero, que firma también del Conde Ansúrez de la Plaza Mayor. «Parece que se hizo a raíz del fallecimiento de la hija de un carnicero del Mercado del Val, una señorita de 15 años», completa Anta.
La segunda leyenda se remonta a la posguerra, allá por los años cuarenta. Le ocurrió a una vecina de Santa Clara, a la que se le aparecía su difunta abuela. La joven rezaba el rosario pero el espectro de su antepasada se lo rompía. Cuando iba al cementerio las puertas se abrían solas. Hasta que ofreció una misa en la iglesia de El Carmen Extramuros por el alma de su abuela y el hechizo se rompió.
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La tercera leyenda, más que leyenda, anécdota real vivida en primera persona por Kiko de la Rosa fueron los suspiros y extraño respirar que salía del antiguo depósito de cadáveres y los alrededores de la iglesia del Carmen Extramuros. Fue en 1977, a raíz del hallazgo en el Pisuerga del cadáver de un hombre negro, que fue trasladado a la morgue y allí permaneció durante tres días, como era preceptivo. La alerta de que «alguien o algo» respiraba profundamente dentro del recinto la dieron parejas de novios que solían acudir allí para tener intimidad. El suceso corrió como la pólvora y llegaron a congregarse esas noches hasta 10.000 personas con linternas de petaca para buscar el origen de la escalofriante respiración. Llegó a convertirse en un problema de orden público y seguridad, con incidentes entre la policía y los más exaltados. «Había tres teorías: que era el cadáver del hombre negro que respiraba; que era el cura que puso una megafonía para asustar a las parejas y que no volvieran por allí» o que eran lechuzas«. Al final la versión »oficial« que prevaleció, y así lo recogió El Norte de Castilla, es que se trataba de aves nocturnas. De la Rosa no está tan seguro de eso »porque cuatro o cinco meses después se siguió escuchando esa respiración«. El cura de la capilla de El Carmen falleció a los tres meses de aquello, dicen que del disgusto. Una trama digna de Zorrilla quien, por cierto, fue el primer ocupante del pabellón de Ilustres. «En realidad, se diseñó en exclusiva para él», apostilla Jesús Anta como colofón del recorrido. Aunque con el paso de los años, al autor de Don Juan le han ido acompañando otros geniales compañeros de viaje.
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