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«Son demasiados, son demasiados», repite sin descanso Bonifacia Valcabado Sanz sobre la edad que alcanzó el pasado 14 de mayo, domingo: 109 años. Una cifra inalcanzable para la mayoría, pero a la que llega con una vitalidad y ganas de vivir insuperables. Porque si algo tiene claro esta vallisoletana de adopción -nació en la localidad burgalesa de San Martín de Rubiales- es que «hay que seguir sumando». Dice que se siente bien. Con los achaques propios de sus 109 años -se ayuda de un andador- pero con una salud envidiable, que muchos desearían para sí mismos.
Dispone de una cuidadora que la atiende permanentemente, y los fines de semana son sus familiares -sus sobrinos están plenamente pendiente de ella, pues no tiene hijos y enviudó hace casi medio siglo- quienes la cuidan. Sin ir más lejos, el día 14 bajaron a un bar próximo al domicilio de esta centenaria para tomar un chocolate con churros, uno de los dulces preferidos de Bonifacia.
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Miguel García Marbán
Asegura que no tiene tiempo para aburrirse. Procuran sus seres queridos que, dentro de las posibilidades, esté con la mente ocupada. La misa de las once es sagrada. Los paseos, irrenunciables. Y los ratos en familia (desde que cumplió 95 años, cada mes de mayo lo celebran por «todo lo alto»), cuenta, son «lo mejor».
Reconoce no tener una «pócima» de la longevidad, aunque a juzgar por la edad que alcanzó su madre (falleció a los 102 años) o alguna de sus hermanas (es la mayor de cuatro hermanas), algo que ver ha tenido la genética. «El récord familiar estaba en 106, somos una familia que vive muchísimo, pero a 109 no ha llegado nadie», revela Concha, una de sus sobrinas.
Sin embargo, para Boni, como la conocen de un modo cariñoso familiares y amigos, lo básico en la vida, hoy y siempre, es relativizar y tomarse las cosas con calma. «No sé hacer milagros, pero hay que estar tranquilo en la vida», comenta.
Nació en la localidad burgalesa de San Martín de Rubiales en 1914, donde estudió y pasó su juventud hasta que se casó. No tuvo hijos y fue una gran aficionada al ballet, al teatro y a la vida social. Su familia tenía una fábrica de aguardiente, de la que tuvo que hacerse cargo su madre cuando su padre falleció de forma repentina.
Contrajo matrimonio en 1942 con Eduardo Orive, un «loco aviador», como ella se refiere al amor de su vida, al que el destino llevó a Zaragoza y, años después, a Reus. Tras su fallecimiento decidió regresar a Valladolid, y es en la capital vallisoletana donde ha pasado los últimos cuarenta años con una vida social más que ajetreada. «Hasta hace nada iba y venía desde mi casa hasta Poniente y tenía que apartar a la gente por el Paseo de Zorrilla», apunta.
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