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Carlos Fernández, a su llegada a casa una vez dado de alta. EL NORTE
Coronavirus: historia de un enfermo de covid19 invidente

La luz blanca del pasillo

Esta es la historia de Carlos Fernández, jubilado, invidente, padre de tres hijos, actor aficionado en el grupo Bambalinas y vecino de La Rubia: permaneció ingresado 33 días en el Río Hortega enfermo de la Covid-19

José F. Peláez

Valladolid

Sábado, 2 de mayo 2020, 08:24

Carlos Fernández ha vencido al coronavirus. Es un hombre invidente, aunque, si no te fijas mucho, es posible que no te des cuenta. Pero esa es la realidad, hace ya muchos años que los ojos oscuros de Carlos dejaron de ver el mundo y sus formas. No lleva bastón y nunca ha querido llevar perro, dice que prefiere dejárselo a otros. Carlos es un tipo generoso y, pese a su ceguera, camina diariamente desde su casa de La Rubia hasta la ONCE, en la calle Muro. Son su segunda familia. Es un camino largo, pero a él le hace feliz pasearlo una vez tras otra. A sus 75 años lo ha recorrido miles de veces y podría dibujar los planos mejor que cualquiera de nosotros. La mejor cartografía es la que nace del recuerdo, aquella capaz de levantar un mapa sin esquinas, pero repleto de olores y plagado de sonidos. Es capaz de percibir la humedad del Campo Grande, el aroma del viento corriendo en cada cruce o cómo cambia el ruido del tráfico a partir del Matadero. Solo una raíz traicionera o un adoquín mal puesto pueden darle un disgusto. Y eso ya casi nunca pasa. Todo comenzó en 1985, cuando su boutique de ropa quebró. Le vinieron mal dadas y supongo que la tensión se hizo demasiado grande. El año siguiente dejaría de ver y esa semioscuridad ya no le abandonaría nunca. Desde entonces y hasta que se jubiló, Carlos ha vendido cupones en las galerías de la calle Aurora, en La Farola. Durante años, no solo repartía suerte, sino que cada día la buscaba, guardándose un décimo. Nunca se sabe cuándo podría llegarle a él la fortuna que se le resistía. En 2011, llegó otro contratiempo más y el exceso de tabaco le pasó factura. Una noche de junio se llevaba la mano al pecho. Afortunadamente, los médicos pudieron llegar a tiempo y salió de ese infarto sin demasiadas secuelas.

La ceguera de Carlos no es total y si se acerca a un centímetro de lo que tiene delante, puede distinguirlo, descifrar la realidad y sus límites. Para ello, Carlos utiliza sus manos, son su herramienta. Toca las cosas para entenderlas y puede que fuera precisamente esa necesidad de tacto o la imposibilidad de mantener la separación lo que desencadenara el contagio. Para algunos, todas las distancias son sociales.

El día del padre

Este 19 de marzo, día del padre, comenzó a sentir los primeros síntomas de la Covid-19: febrícula, tos, ya se sabe. Desde el primer momento sospechaba, pero Carlos no es una persona que se queje. Ha pasado ya por tanto que sabe que el lamento no sirve de nada. A los catorce años, murió su madre y eso marca. Está acostumbrado a casi todo. A casi todo, pero no a esto; los días siguientes, la tos y la fiebre empeoraron. Carlos empezó a perder el olfato, el estado general iba a peor y entre sus hijos y su mujer decidieron que lo más sensato era tomar medidas. La doctora del 1-1-2 les mandó a urgencias de modo fulminante. El riesgo era alto: 75 años, patologías previas, enfermedad coronaria grave y síntomas evidentes de coronavirus. Un pleno.

El día del padre, 19 de marzo, comenzó a sentir los primeros síntomas y el 24 fue ingresado de urgencia

El día 24 de marzo, Carlos llega al Río Hortega en ambulancia y desde entonces todo va a peor. La UCI está repleta y el hospital es un constante ir y venir de rostros desencajados. Le ingresan en esa habitación 6-1, que durante las próximas semanas sería su hogar. Quién sabe si el último.

Carlos Fernández, sentado, en una representación de su grupo de teatro 'Bambalinas'. Gabriel Villamil

Carlos está una semana entera cayendo, poco a poco, de modo casi imperceptible, una cuesta abajo general que se nota minuto a minuto, como un goteo desesperante. Sigue monitorizado, con ventilador y sin apenas margen para el optimismo ante una enfermedad desconocida. Las cosas se van complicando hasta que llega la neumonía bilateral y la insuficiencia respiratoria se hace muy grave. Pero pese a todo, lo peor es la soledad. Esta es la enfermedad de la soledad. Tiene tres hijos: Carlos de 44 años, David de 43 y María, de 41. Los tres son conscientes de la situación y hablan diariamente con el neumólogo para conocer la última hora, pero apenas sirve de nada. Todo sigue mal, día tras día, y lo peor es soportar la frustración de no poder estar allí, dando la mano a su padre, tocándole la frente, llevándole un vaso de agua y ayudándole a explicar qué es lo que está sucediendo fuera, cómo es la habitación, de qué color tiene los ojos la enfermera. La soledad de este tipo de enfermo es total. La soledad de este tipo de enfermo, si además, es ciego, es absoluta. Pero aún mayor es la soledad del familiar, incapaz de dormir pensando en el desamparo de ese encierro, en esa clausura de aislamiento sin poder ser su sostén, su apoyo, sus manos. Sus ojos.

Aún peor

Aunque no lo parezca, todo puede aún ir a peor: en ese momento, Mari Carmen, su mujer comienza a desarrollar síntomas en casa. En pleno aislamiento, sin poder ayudar a su marido y sin poder ser visitada por sus hijos, que desesperan ante la impotencia de la situación. El padre, ingresado. La madre, empezando a enfermar. El confinamiento, extremo. Los hijos, hundidos. Cuando llama el neumólogo les da la noticia: la saturación de Carlos está en 81. Es decir, su padre ya casi no puede respirar. Prácticamente ha perdido la consciencia. Tiene los pulmones ocupados por la infección, el líquido, la inflamación y lo único que siente ya es fatiga, ahogo, cansancio extremo. Sus hijos le llaman a diario, pero Carlos ya apenas puede recordar nada. Si en cuarenta y ocho horas no reacciona, hay un 50% de posibilidades de que fallezca y hay que prepararse para lo peor, para despedirse de alguien que ni siquiera va a poder notar el calor de una mano caliente en esa despedida lejana y cruel.

Su estado general se fue deprimiendo durante una semana poco a poco, como un goteo incesante

Los hijos no desfallecen. El mayor de ellos es médico y se aferra a la mitad de posibilidades del vaso medio lleno. «Lucha, papá, tienes que salir. Eres un luchador, tu vida es una historia de superación. Ni un infarto, ni la ceguera han podido contigo. Esto tampoco lo hará». Pero las palabras se las lleva el viento y este virus ha infectado hasta el aire. El neumólogo les devuelve a la realidad. La cosa está muy mal. La muerte es una posibilidad y tenemos apenas dos días.

Una luz blanca

Carlos no recuerda nada. Van ya dos semanas y la soledad se mezcla con los efectos sedantes de la medicación. Solo una cosa le tranquiliza entre la oscuridad y tantos días entre opioides: si mira a su derecha es capaz de distinguir una luz blanca entrando por la puerta entreabierta de su habitación. Viene del pasillo y le hace entender que no está solo y que ahí fuera están jugándose la vida para salvar la suya.

La familia está en una situación desesperada y recibe cientos de mensajes de ánimo, de fuerza, de buenos deseos. Todo el mundo está con ellos, pendientes de cada novedad. Pero en las noticias no se habla de otra cosa y la sensación de la calle es de pánico. Es imposible aislarse un minuto, caen centenares cada día, cifras sin rostro y nadie sabe aún dónde está el techo. Les informan de que la fiebre de Carlos llega a 39 grados y comienzan ya a ser conscientes de que solo un milagro podría hacer que el destino pasara de largo.

Durante un mes se aferra a la luz que entra por la rendija que deja la puerta de su habitación

Pero el destino a veces se equivoca y los milagros a veces suceden. Antes de cumplir el plazo, Carlos reacciona. Lentamente, comienza a mejorar. Sigue crítico, pero la situación ha cambiado: la fiebre baja, la saturación sube, respira algo mejor y su sistema por fin reacciona. Carlos empieza a controlar su cuerpo, comienza a luchar por su vida. Vuelve la consciencia y, aunque sigue exhausto, decide fijar su vista en la luz de esa puerta, lo único real y brillante que pueden distinguir sus ojos cansados.

Carlos decide leer como puede los mensajes que le llegan al móvil. Tres semanas de mensajes sin leer, más de veinte días de ánimos, cientos de personas dándole fuerza, pidiéndole que luchara. Sus hijos, sus nietos. Su mujer. Carlos sonríe y saca fuerzas de donde no las hay para hablar con su familia. Cada vez más lúcido, cada vez más fuerte. Cada vez más vivo.

El 27 de abril, Carlos Fernández es dado de alta. Treinta y tres días después de su ingreso, está oficialmente curado. Aún le quedan catorce días de aislamiento en casa, en un estado complicado, pero tras más de un mes ingresado, agotado y solo, estos días son más llevaderos. «Nunca podré agradecer lo suficiente cómo me han cuidado. El tener un recurso como la sanidad pública, con los profesionales que tiene, desde el que limpia hasta el médico que se encarga de tu tratamiento, es un lujo que no podemos permitir que se pierda», afirma Carlos.

«Tener un recurso como la sanidad pública es un lujo que no podemos permitir que se pierda»

Su mujer está bien y feliz de poder tenerlo cerca. Sus hijos y sus nietos solo esperan el momento de poder abrazarle, tocar sus manos, besar sus ojos. Su único antojo han sido chuletillas de lechazo y eso es siempre buen síntoma para un vallisoletano. Aún queda un camino, pero lo peor ha pasado. Volverán pronto a hacer de bastón y a escuchar el hablar incansable de Carlos.

«En la familia queremos lanzar un mensaje de optimismo. Esta no es una historia especial, ni tampoco lacrimógena. Como mi padre ha habido muchos casos. Algunos no han podido salir y nos acordamos cada día de ellos. Otros hemos tenido más suerte. Pero si algo sentimos es un inmenso agradecimiento a todas las personas que durante treinta y tres días han sido el apoyo y la cura de mi padre. No tenemos palabras para agradecerles lo que han hecho y siguen haciendo. El personal del hospital, la neumóloga, el equipo de enfermería. Tenemos una enorme suerte y siempre estaremos agradecidos de su profesionalidad, entrega y calidad humana», dice su hijo David.

Carlos tiene una barba blanca que le da un aspecto de sabio. Está cansado, pero se recupera rápido. Ha vuelto a hablar sin parar y está deseando volver a su grupo de teatro 'Bambalinas'. Porque Carlos, además de todo, es un gran actor. No ve llegar el día de subirse de nuevo a las tablas a interpretar su papel en esta gran función. En cuanto pueda, volverá a caminar el Paseo de Zorrilla para oler esta primavera, sentir el viento de la vida y sonreír agradeciendo a quienes lo han hecho posible.

Su mujer ya está bien. Tuvo todos los síntomas, pero todo está ya en calma. Carlos le ha pedido que, por favor, deje encendida la luz por la noche. Ella no sabe por qué, pero acepta. Carlos necesita mirar a la derecha y ver esa puerta entreabierta, recordar la luz blanca de ese pasillo resplandeciente que durante un mes fue su única esperanza. A él le da seguridad. Yo creo que, en realidad, esa luz es la forma en la que la suerte, por fin, ha venido a su encuentro. Sabía que era cuestión de tiempo.

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