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JAVIER BURRIEZA
Valladolid
Viernes, 18 de octubre 2019, 10:16
Este fin de semana se cumplirán los quinientos cincuenta años del matrimonio de Isabel y Fernando en Valladolid. No resulta un tema fácil de abordar. Contamos con la seguridad de lo principal. Sucedió en esta ciudad, entonces villa –existe su leyenda para Dueñas–; en las ... horas que se extienden entre el 18 y 19 de octubre de 1469, en el Palacio de Vivero y, sobre todo, tuvo unas consecuencias políticas posteriores de primer orden en la trayectoria de las coronas que habrían de constituir la Monarquía de España.
Isabel de Trastámara, desde 1468, reunía las aspiraciones de los opositores a su hermano Enrique IV. No quería ser la candidata manejada por sectores de la nobleza. El monarca, por el Acuerdo de los Toros de Guisando, la convirtió en su heredera «por el bien y sosiego del reino». Su casamiento habría de concertarse con el consentimiento del rey de Castilla y de tres miembros de la nobleza castellana, entre ellos el cambiante Juan Pacheco. Isabel estaba presente en las 'quinielas' de las alianzas matrimoniales de las coronas europeas. El mencionado Pacheco, marqués de Villena, se mostraba ahora cercano al monarca y partidario del enlace con Alfonso V de Portugal. Su antiguo compañero de rebelión, el arzobispo Carrillo, apostó por Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Todo ello, condicionaba la política internacional pues la alianza con esta última corona suponía la enemistad con Francia, monarca que también tenía su candidato.
A finales de 1468, Isabel estaba 'decidida' por su pariente aragonés. Tras negociaciones secretas, las capitulaciones matrimoniales se remitieron a Aragón con firma de las definitivas en marzo de 1469. La princesa buscó territorios más seguros, recalando en Valladolid, villa contraria entonces a Enrique IV. Desde aquí envió los emisarios a Fernando para que emprendiese camino. Mientras, desde su secretaría, mantuvo correspondencia con el Rey, exponiendo su parecer con respecto a los tres candidatos que aspiraban 'a su mano'. Con el pesar de su padre Juan II de Aragón, salió su hijo disfrazado de Zaragoza, camino de Castilla, el 5 de octubre. Lo acompañaban únicamente seis personas. Caminaba bajo la identidad de un criado de mulas o arriero. Uno de los acompañantes fue el cronista Alfonso de Palencia, que recogió las aventuras del camino. El que era rey de Sicilia se pudo salvar de los daños ocasionados por una piedra lanzada a su cabeza por un centinela nocturno. En Dueñas, se hallaba el 12 de octubre y dos días después conoció a Isabel en la casa de los Vivero en Valladolid, según apunta Luis Suárez.
Tarsicio de Azcona matizó detalles del encuentro. Pudo recibir Isabel la indicación de Gutierre de Cárdenas para identificar al que se iba a convertir en su esposo cuando llegaba: «ése es». La razón del matrimonio no era por amor, aunque algunos testigos hablaban de «amor a primera vista». No había matrimonios por amor y los que lo eran, estaban mal vistos. Eran primos segundos aquellos Trastámara, por lo que era menester una dispensa pontificia que no había llegado de manera específica. El arzobispo primado Alfonso Carrillo, en un acto de confianza en sí mismo, utilizó una bula falsa firmada por el anterior Papa.
Si continuamos el documento, acta notarial, que confirma lo allí sucedido, habla del jueves 18 de octubre, en el Palacio del «honrrado caballero Juan de Vivero» y en su «sala rica». No es la fecha adecuada, a pesar de encontrarse así fechado el «sacrosanto» documento depositado en el Archivo de Simancas, según indica el vicepostulador de la causa Vicente Rodríguez Valencia. Las variaciones no van más allá del 19 de octubre de 1469, que sí fue jueves. Se leyeron las capitulaciones matrimoniales y la mencionada bula de dispensa. Azcona apunta que esa noche —la del 18—, Fernando se hospedó en las casas del arzobispo de Toledo, regresando al palacio de Vivero a la mañana siguiente. Era menester la bendición de la Iglesia, con la consiguiente fiesta. Esa noche se consumó el matrimonio, con la acostumbrada exhibición de la «sábana del tálamo»: la princesa había entregado su virginidad a su nuevo esposo. Se trataba de evitar cualquier argumentación que pudiese provocar la anulación de este matrimonio como había sucedido con el primero de Enrique IV. En el ámbito amoroso, Fernando ya estaba lo suficientemente experimentado en sus relaciones con Aldonza Roig.
Julio Valdeón sitúa también en dos días diferentes el matrimonio propiamente dicho y la misa de velaciones, no en el oratorio del mencionado Palacio, sino en la Colegiata medieval de Santa María la Mayor de Valladolid. Luis Suárez señala que en aquellos desposorios habría de actuar el capellán del arzobispo, Pedro López. Tarsicio Azcona indica que la fuente que manejaba era la carta que dirigió Fernando de Aragón a los jurados de Valencia el 20 de octubre, con relato de los acontecimientos sucedidos. Rodríguez Valencia insiste en una ceremonia nupcial única para el jueves 19 de octubre, descrita con detalle en el Acta y concluida con la consumación del matrimonio. Indica que hasta el 29, los príncipes no acudieron a la Colegiata de Santa María, según describe el doctor Toledo, no como misa de velaciones porque ésta se había celebrado ya en el Palacio, donde se otorgó el consentimiento. Ahora bien, si valoramos como fuente esta última, el mencionado doctor Toledo apunta que el 18 se desposaron públicamente y al día siguiente se velaron en la «casa é sala» y «comieron en gran solemnidad».
La legitimidad del matrimonio fue zanjada por la bula del papa Sixto IV que llegó dos años más tarde, cuando la pareja real ya disponía de su hija primogénita –bautizada como Isabel–. De lo inadecuado de la bula utilizada, poco importa si doña Isabel estaba enterada. Consigo la trajo el cardenal Rodrigo de Borja, futuro Alejandro VI. Con este matrimonio –escribe Valdeón– la monarquía de Enrique IV contaba con un futuro complicado. Los príncipes demostraban firmeza en sus decisiones, en las cuales iban a estar ausentes los poderosos. Valladolid tuvo mucho que ver en esta nueva época.
Se aprovechó la conmemoración histórica en 1969, para que el entonces jefe del Estado, Francisco Franco, su esposa, los Príncipes de España y el Gobierno, hiciesen de aquel 18 de octubre de 1969 una fiesta de la unidad nacional. Se inauguró el Monumento de la Real Pareja que había labrado Antonio Vaquero en los jardines de la Rosaleda –hoy trasladado a la sombra del Palacio de Santa Cruz–, acudieron a un acto académico en el Museo de Escultura y existió ocasión para el baño de multitudes. Era la instrumentalización que el régimen franquista había realizado de los Reyes Católicos, con especial identificación con la reina: «aquello fue un esfuerzo de la unidad de España –proclamó Franco– ese matrimonio celebrado aquí nos trajo los días de gloria de la nación». La conexión con el Movimiento Nacional llegó en las palabras más inmediatas. Hoy, la conmemoración, pudiendo ser analizada con criterios históricos científicos, ha quedado reducida al ámbito académico.
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