Germán, con 109 años, lee en una tableta. Rodrigo Jiménez
Los 109 años de Germán: «Soy joven, pero antes lo fui más»
La foto de mi vida ·
Natural de Villalar de los Comuneros, perdió a su mujer durante la Guerra Civil, tan solo tres años después de la boda... y el amor por su hija Teo le ha acompañado toda la vida
«Soy joven, pero antes lo fui más», dice socarrón Germán Cifuentes Higuera cuando se le pregunta la edad. «109», contesta. Y añade que serán ... 110 el próximo 12 de mayo. Nació aquel día de la primavera de 1910 en Villalar de los Comuneros. Fue el cuarto de los siete hijos de Guillermo y de Constantina, familia de agricultores que dedicó toda su vida a la labranza, «sobre todo trigo y cebada». «Teníamos tierras propias, pero yo también trabajé como obrero para los amos:Diego y Zacarías Casasola, Aproniano Morchón».
Hay que elevar la voz para hablar con Germán. Escribir las preguntas en una tableta –cuidado, porque no es amigo de las faltas de ortografía– para que él las lea y así más rápido contestar.«Estoy un poco sordo», dice, como quien le cuenta al médico su pesar. Pero, su hija Teo (83 años) y su nieta Marci subrayan que los achaques que tiene no son muchos cuando ya se suman 109 años. «Ha dado un pequeño bajón, pero hasta los 104 estuvo estupendo. Ni sabía lo que era un paracetamol. Ahora ya sí que se tiene que tomar un par de pastillas al día, para controlar la tensión». Pero poco más. «Yo estoy bien, sí. Estoy bien», dice con hablar pausado, en la mesa de la cocina, una manta en las rodillas y los recuerdos listos para compartir.
Cuenta que siempre le gustó estudiar. Que no le hubiera importado ser maestro, como Emilio Montero, el vecino de Villalar que atendía la escuela del pueblo, donde Germán acudió hasta cumplir los 14 años. «Después lo tuve que dejar para empezar a trabajar, ayudando a mi padre. Pero me hubiera gustado seguir. Yo es que era de los primeros de la escuela», rememora. Ochenta estudiantes. Él, sentado muy cerca del profesor, para atener mejor la lección. «Aprendíamos geografía, aritmética, catecismo, historia sagrada, historia de España. En la escuela teníamos doce cuadros pequeños con la historia de los Comuneros. Y don Emilio era muy buen profesor. Si alguno de los chavales no iba algún día, él iba a su casa a buscarlos para que no faltaran a clase».
Compartía no solo pupitre con los mejores amigos de la infancia (Teótico, Emidio, Mariano), sino también juegos en el recreo y en las calles de Villalar: «A los bolos. O a la chirumba, con un palo. Yo no es que fuera muy guerrero, la verdad». Esa pasión por aprender y enseñar la ha mantenido Germán a lo largo de su vida. Cuando eran pequeñas, colocaba a las dos nietas (Lali y Marci) en torno a una camilla para enseñarles «a leer, a hacer crucigramas, las fracciones...».
Germán, con 109 años, en la cocina de la casa donde vive con su hija y su nieta.
Rorigo Jiménez
Esa inquietud le ha ayudado, dicen sus descendientes, «a tener siempre una mentalidad abierta, muy moderna, muy respetuosa con todo el mundo». «Me gusta mucho cómo es ahora la juventud. Esos grupos de chicos y de chicas que son amigos, todos juntos, que se presentan y ya son uno más del grupo». «Pero es que la vida es así, estar conforme unos con otros», dice Germán, quien conoció muy pronto la desgracia familiar.
Se casó con Eulalia Hernández, una moza de San Román de Hornija seis años más joven que él. «Era guapa, muy guapa. No la ha habido más guapa. Con el pelo y los ojos negros. Guapísima». Pero la guerra, como a tantos jóvenes matrimonios de la época, les separó. Germán –que nunca ha querido hablar de aquellos años de trinchera con su familia– tuvo que marcharse al frente de Madrid. Fue allí donde recibió la peor noticia. Una carta en la que le informaban de que su esposa Eulalia estaba enferma, muy enferma. «Los catarros mal curados de la época». Una tuberculosis acabó con su vida en común. Eulalia falleció con tan solo 21 años, en 1937. Llevaban apenas tres casados. «Ella fue lo mejor de mi vida».
Germán se quedó viudo, al cargo de una bebé de meses. «Al principio no me permitían que dejara el frente para ver a mi esposa. Y yo les dije que si no, me escaparía para ir aunque fuera andando a Villalar para verla».
Asegura que no se volvió a casar porque nunca le quiso dar una «madrastra» a su hija. «Quise a Eulalia mucho entonces... y la sigo queriendo hoy». Crió a la pequeña Teo en la casa de sus padres, una vivienda en Villalar «que no es que fuera pequeña, pero siempre había que hacer sitio para todo». «Entre su abuela y sus tías me ayudaron a cuidar de Teo». Sobre todo su hermana María, que con 21 años entonces estaba soltera (y que hoy, con 104, vive en la residencia de ancianos de Villalar).
«En casa nos ayudábamos mucho. Y nunca nos faltó un cacho de pan. No pasamos hambre. Éramos trabajadores. Una familia querida en el pueblo», explica Germán. Agricultores. «A la capital veníamos muy poco. Por la feria y poco más. Sí que íbamos con el carro todos los martes a Tordesillas, porque era el día de mercado y cuando había más personal. Nosotros llevábamos la simiente, el trigo para vender... porque comprar no es que compráramos mucho».
Vivió Germán en la casa de sus padres hasta 1959. En aquel año, su hija Teo se casó con Manuel... y Germán se mudó con ellos. «Manolo fue muy buen hombre. Nos llevábamos muy bien. Tuvo la desgracia de morir muy joven». A los 69. Desde entonces, padre e hija, Germán y Teo, siempre juntos, «queriéndonos el uno al otro». Y ahora, también con su nieta Marci, en Santovenia de Pisuerga. «Echo de menos Villalar, pero aquí también estoy muy bien», dice Germán.
Todas las tardes, después de la siesta, se acerca al bar del centro de mayores para leer el periódico. Es su rutina cotidiana: El Norte y un café cortado. Dice que no le gusta leerlo en casa. Que tiene que ser en el bar. Y con su café delante. Hasta hace apenas unas semanas, también con un corto de cerveza. O su Coca Cola. O un zumito. La bebida, y al lado, el periódico. Antes el bar era también territorio de partida, sobre todo el tute. Cuando se jubiló a los 65 años, con tantas horas libres en el día, se aficionó a trastear por la mañana en el corral de su casa. No paraba. Cuando no cuidada las plantas, le daba al ladrillo. Después de comer se echaba la siesta –esa no la ha perdonado nunca– y, sobre las cinco, a la partida o a ver los toros por la tele. «Era de los de segundo turno, no de lo que van nada más terminar de comer», asegura el hoy bisabuelo de Álvaro y Marina, con 109 años en la biografía... y ganas de celebrar en mayo los 110. «Estáis invitados», remata.
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