
Andanzas vallisoletanas de Cristóbal Colón
Mendicante primero, triunfante más tarde y finalmente enfermo, el descubridor de América, cuya estatua acaba de ser retirada en Los Ángeles por «genocida», visitó varias veces la ciudad, donde falleció en 1506
Cuando el pasado sábado cuatro operarios de Los Ángeles retiraron la estatua de Cristóbal Colón de Grand Park por orden del concejo municipal, dando así satisfacción a los grupos indígenas que acusaban al almirante de impulsar un «genocidio masivo que acabó con su modo de vida», enseguida saltó la polémica. Y, nuevamente, los historiadores se vieron impelidos a opinar a remolque de decisiones políticas que interpretan acontecimientos del pasado desde inquietudes del presente.
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A quienes sostienen la faceta genocida de Colón responden acreditados especialistas comparando el descubrimiento y conquista de América con las mucho más crueles empresas colonizadoras de británicos, holandeses, belgas y norteamericanos, remarcando el papel de la Corona en la promulgación de leyes protectoras de los indios, la influencia apaciguadora de la Iglesia católica y los diversos legados positivos de la conquista.
Uno de los mayores especialistas en este terreno, el catedrático de Historia de América de la Universidad de Valladolid Jesús Varela Marcos, organizador del célebre Congreso Internacional sobre Cristóbal Colón de 2006, es tajante a este respecto: «Ya solo por sus hechos, es imposible sostener que Colón fuera un genocida. Solo hay que ver cómo regresó de sus cuatro viajes. Después del primero, a lo más que llegó fue a decirle a la reina que era fácil hacer esclavos porque la población indígena no conocía armas; quería demostrar que la expedición traía algún beneficio. Pero es que lo de hacer esclavos era algo totalmente común en la época, no se puede juzgar con criterios del presente».
Otras muchas razones abonan, a juicio de Varela, la desmesura de quienes califican como genocidio la conquista de América. Entre las más importantes, la actitud de la Corona, sobre todo de Isabel la Católica, así como «la mano suavizadora» de la Iglesia católica: «En el segundo viaje, Colón trajo una remesa de esclavos y cuando la reina supo que ya se habían comercializado, mandó recomprarlos y enviarlos de nuevo a América. De hecho, en su testamento, dictado en Medina del Campo en 1504, encomienda a Juan Rodríguez de Fonseca cuidar de su hija, Juana, que estaba en Flandes, y de sus Indias. Especifica el especial cuidado que se debe tener con los indios para que se les respete», recuerda Varela.
Y cuando en 1508 se reanudaron los viajes de conquista y poco después se dio la voz de alarma sobre ciertos desmanes españoles en América, por presión de los dominicos se promulgaron dos Leyes protectoras de los indios: las de Burgos, de 27 de diciembre de 1512, que humanizaban su trabajo especificando, entre otras muchas cosas, el cobro de un salario digno y un mayor cuidado de los niños y de las mujeres embarazadas, y las Leyes de Valladolid de 28 de julio de 1513, que las completaban.
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Elegancia vallisoletana
Como han escrito Demetrio Ramos y el mismo Varela, la ciudad del Pisuerga jugó un papel relevante en la empresa y vida colombina. Uno de los hitos vallisoletanos previos al Descubrimiento nos remite a marzo de 1486 y a un Colón errante y desesperado que persigue a la Corte para que le apruebe su proyecto. Siguiendo al séquito real, llegó a Medina del Campo, donde residió casi un mes antes de partir hacia Granada; y en agosto de ese mismo año, un nuevo periplo regio lo condujo primero al Monasterio de Santa María de la Mejorada, a siete kilómetros de Olmedo, y luego al de Nuestra Señora de Prado, actual sede de las Consejerías de Educación y Cultura. Residió luego en Medina de Rioseco, ya en septiembre de 1486, esperando el regreso de los monarcas y aprovechando para analizar la estructura del almirantazgo de Castilla, conocimiento que emplearía para, más adelante, pedir honores para él y su familia.
Aquel Colón mendicante y burlado no se parecía en nada al que regresó a Valladolid el 9 de agosto de 1496, después de su segundo viaje; incluso traía, según Rumeu de Armas, «una buena bolsa de oro en polvo coronario, que iba vendiendo al peso en las paradas del camino para atender a los gastos de transporte y hospedaje de él y de su séquito». Buscaba lavar su imagen ante los Reyes a causa de ciertas acusaciones que se vertían sobre él y su gobierno, para lo que no dudó en comprar ropa elegante a un sastre vallisoletano de cara a una próxima audiencia; puede que ello influyera para que en abril del año siguiente se le concediesen los títulos de almirante, virrey y gobernador de las Indias.
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De nuevo en Medina del Campo, donde llegó el 22 de mayo de 1497, asombró a propios y extraños portando una preciosa joya traída del Nuevo Mundo, «una masa de oro sin labrar, a manera de toba natural, cóncava, más grande que un puño, de veinte onzas de peso, que había encontrado un reyezuelo en un montículo seco», señala Rumeu. También entraría en el Monasterio de la Mejorada, donde redactó un famoso 'Memorial' a modo de guía para negociar los viajes y el Tratado de Tordesillas con el Rey de Portugal.
Su retorno definitivo –y trágico– a Valladolid, en 1506, enfermo ya de gota, era fruto de su insistencia para que el rey Fernando le reconociera todos sus privilegios, incluidos los sueldos pendientes. Pasó sus últimos días en el desaparecido Convento de San Francisco, que estaba situado en la Plaza Mayor, junto al actual Teatro Zorrilla, donde el agravamiento de su enfermedad le llevó a redactar el último codicilo al testamento elaborado en Segovia. Además del notario, le acompañaban sus hijos Diego y Hernando, Diego Méndez, el bachiller Miruela y el ayudante del escribano Gaspar de Misericordia; también, probablemente, algunos marineros y siete criados en calidad de testigos. Su muerte en Valladolid, ocurrida el 20 de mayo de 1506, pasó ciertamente inadvertida, y no se comunicó oficialmente hasta varios días después.
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El erróneo emplazamiento de su óbito por eruditos decimonónicos explica que en 1855, el Ayuntamiento bautizara con su nombre la hasta entonces denominada calle Ancha de la Magdalena, en cuyo número 2 se inauguró, en mayo de 1968, la actual Casa-Museo del descubridor. Más accidentada fue la historia de la estatua que desde septiembre de 1905 preside su Plaza, obra del genial escultor sevillano Antonio Susillo para el Paseo Central de La Habana con motivo del IV Centenario del Descubrimiento de América (1892). Cuando en 1898 los independentistas cubanos se rebelaron contra España, tres ciudades, Sevilla, Madrid y Valladolid, la reivindicaron. Finalmente, una intensa campaña de las «fuerzas vivas» locales, espoleadas por El Norte de Castilla, consiguió para Valladolid el plácet del Consejo de Ministros y el monumento colombino.
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