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Adiós a Teófanes Egido: el maestro que acariciaba la palabra desde el púlpitoJavier Burrieza
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Miércoles, 17 de julio 2024, 19:28
No quería molestar. Nunca quiso molestar. Hablaba mucho de la muerte, cosa que sabía me enfadaba. En cierta ocasión le dije: «Don Teo -Teófanes Egido-, Dios le va a mantener como un anciano venerable de cien años y con una cabeza prodigiosa». Pero sentía curiosidad. ... Algunos se escandalizarán pero tenía «curiosidad» por saber cómo iba a ser la vida eterna y, así, cuando hablábamos de un próximo libro, me indicaba: «igual lo veo tan contento desde el Cielo». Empiezo por aquí, porque ha sido un fraile carmelita descalzo, hijo de la madre Teresa de Jesús y de ese «fraile pequeño» que era san Juan de la Cruz. Precisamente, cuando escribía la reformadora al caballero Francisco de Salcedo y describía a su fraile, gran doctor y escritor místico decía: «que aunque es chico, entiendo es grande en los ojos de Dios». Eran palabras que, sin ningún problema, se las apliqué en vida al que es mi maestro, siempre en presente, mientras yo viva.
Vuelvo a mis primeras palabras, escritas justo después de conocer su fallecimiento. Mis dedos, sobre el teclado, no podían adelantarse a nada, no podían aceptar que se nos iba irremediablemente. Él, que fue un maestro de las percepciones históricas, sufrió el principio del fin en el altar de su iglesia de siempre, San Benito, en la víspera de la fiesta de la Virgen del Carmen, cuando estaba a punto de cantar la Salve, esa que entonaba con tanto estilo y fuerza… se sintió mal y le dijo al padre Alejandro que lo entonase por él. Y un momento después se desvaneció, allí donde tantas y tantas Eucaristías había celebrado a lo largo de años y más años. Permitidme decir que ese altar es para mí, aún más sagrado si cabe, por muchas circunstancias. Y como no quería molestar, no deseaba quitar el protagonismo a su querida madre del Monte Carmelo… y esperó al amanecer del día siguiente para partir. Teófanes lo tenía todo apalabrado desde la oración.
Fiel por tanto a su vocación religiosa, trabajaba en los pequeños detalles de cada día, siendo un hermano constante entre sus hermanos, el primero en servir, el primero en responder al teléfono o al timbre –¿qué desea?–, en romper su concentración para estar, para atender, para decir misa como él expresaba –porque le gustaba mucho decir misa y la prueba se encontraba en que suyas eran las de una del mediodía y nueve de la noche de los domingos–, en cuidar santamente a los que le han precedido en la comunidad, los recordados José Antonio Carrasco o el padre Gaspar hasta el final… en confesar, recibir con cariño pero yendo a lo esencial ante la persona que deseaba pedir perdón. Las homilías de Don Teo se resumen en palabras evangélicas: «Dios es amor», amor inmenso, amor eternamente misericordioso, amor que perdona siempre. Y para decir todo esto, no era menester demasiado tiempo. Por eso, sus homilías iban al grano. Desde el púlpito «acariciaba» la palabra de Jesús. Por eso, cuando se trataba de proclamar la parábola del Buen Samaritano o la del Hijo Prodigo, sabíamos que Teófanes no añadía un punto. Contemplaba, como lo hacía ante ese Cristo atado a la columna de Gregorio Fernández que gustaba tanto de mirar: «mira que te mira».
Siendo hijo de Santa Teresa, forzosamente era un contemplativo, pero un completivo en la acción, con un punto de razonamiento jesuítico, sabiéndose mover por el mundo. Antes de apuntar algún rasgo de su legado inmenso, debo indicar que nuestro querido maestro tenía una capacidad enorme de estar presente en muchos lugares, porque no sabía decir que «no», con algún límite cuando veía que ese «estar» era para agasajarlo. Eran célebres algunos viajes académicos en que se presentaba en el otro extremo de España –esta vez con un avión, frente al «coche de línea» utilizado en tantas ocasiones o su capacidad para conducir con cierta velocidad–, aunque siempre con una condición, la de llegar a San Benito a celebrar la misa a las nueve: y lo conseguía.
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No quería que estos apuntes desordenados fuesen una biografía académica. Fue un buen pastor, a imitación del Pastor con mayúsculas. Sin embargo, muchos podemos decir que fuimos sus alumnos y que de alumnos pasamos a discípulos y que él fue nuestro maestro, en lo vital y en lo intelectual. Esto último ya ha sido un regalo sin par de la vida. Cada uno, con autoridad, podremos contar nuestra experiencia. De pocas personas he visto tanta admiración y cariño. Lo primero que él sabía hacer, con genialidad, nunca como una estrategia, era hacerte sentir grande, especial, único, sin necesidad de mendigar tiempos. En la primera página de un libro sobre Lutero, una de sus grandes especialidades, se atrevió a dedicar: «A Javier, que de esto sabe mucho más que yo». Era todo generosidad y entrega ¡Cuánto me queda de aprender de él en esas actitudes! Una vida definida con humor.
Por eso sabía decir las cosas también, porque era un hombre profundamente comprometido. Ni todo le gustaba de este mundo, ni de esta profesión, ni del mundo universitario, ni de la Iglesia. Teófanes estaba en todos esos ámbitos, sabiendo que eran susceptibles de mejorar. La diferencia es que no hería con sus palabras. Sabía reírse de sí mismo, relativizar los problemas y usar la ironía magistralmente. Su vida es apasionante de conocer. Al mismo tiempo había sido el niño inquieto por la lectura a partir de su primer maestro en Gajates, el jovencísimo religioso en ciudades teresianas, el escritor profundo sobre San José, el investigador intrépido en temas nuevos, punteros y de vanguardia –el gran autor de la llamada «historia de las mentalidades»–, el profesor requerido por sus alumnos, el catedrático de Universidad a su pesar, el cronista de un Valladolid adoptivo, la palabra autorizada en la historiografía nacional e internacional, el maestro que sabe enseñar… y lo seguirá haciendo a través de una palabra que no perece. Es esa letanía de ámbitos, retratos, aportaciones, legados con los que contaba Teófanes. Sin contradicciones, el padre José de Jesús María, que era como se llamaba desde su profesión religiosa, sabía estudiar el ámbito de la espiritualidad ilustrada, limpiar de adherencias innecesarias la relación con Dios pero también se mostraba profundamente devoto.
Para Valladolid ha sido un hombre esencial, que ha sabido renovar y abrir numerosos campos de investigación. Nos ha dejado muchas tareas por hacer, nos ha enseñado pero también nos ha apuntado retos que intentaremos culminar. Cronista singular que supo hablar también de los que le precedieron, de algunos después de haberlos tratado, de otros como si se hubiese paseado con Ventura Pérez y su diario, José Mariano Beristain y su periódico, Rafael Floranes y su inconclusa Historia de Valladolid desde los ojos de la Ilustración. Solamente, me obsesiona una cosa. Nosotros nunca le podremos olvidar. No hay peligro. Ha sido esencial en la vida de muchos. Somos lo que somos porque él ha estado a nuestro lado. Pero me gustaría que los que vienen detrás, nuestros queridos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, muchos vallisoletanos gustosos de la lectura, siempre sepan quién fue este maestro genial, grande, tolerante, tierno, gran tímido en los inicios, eterno Teófanes. Él siempre vivirá en su legado humano e intelectual, también espiritual.
Entre mis lecturas de estos días, se han encontrado unos versos de Antonio Machado que describen esa relación hacia el maestro que es inspirador, pastor, conductor, en aquel caso Francisco Giner de los Ríos… «como se fue el maestro / la luz de esta mañana / me dijo: van tres días que mi hermano Francisco no trabaja, / ¿Murió?... solo sabemos / que se nos fue por una senda clara, / diciéndonos: hacedme / un duelo de labores y esperanzas / Vivid, la vida sigue, / los muertos mueren y las sombras pasan; / lleva quien deja y vive el que ha vivido. / ¡Yunques, sonad; enmudeced campanas!» Querido Don Teo, acompáñanos cada día de nuestra vida para ser dignos de tus enseñanzas en una sociedad mejor, como la que tú soñabas.
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