Antonio Sánchez del Barrio junto al catedrático de Derecho Mercantil, Jesús Quijano, en la exposición de Medina del Campo.

El catedrático Jesús Quijano recuerda la figura de Simón Ruiz, personaje clave para entender el comercio actual

Una exposición en Medina del Campo permite conocer mejor a este singular hombre de negocios y banquero del siglo XVI

El norte

Domingo, 31 de julio 2016, 13:53

Con frecuencia les digo a mis alumnos de Derecho Mercantil que no se fíen de las apariencias, que muchas figuras jurídicas o técnicas económicas que se muestran como productos sofisticados (¡hallazgos ingeniosos de la modernidad¡) en absoluto lo son; no son más que versiones actualizadas de instrumentos comerciales conocidos y practicados hace siglos.

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La mejor prueba está bien cerca, ahí al lado, en Medina del Campo; el mejor testigo, también: un singular hombre de negocios, mercader, cambista y banquero, Simón Ruiz, que desarrolló su actividad mercantil y financiera durante el siglo XVI, evolucionando desde la importación de tejidos al por mayor, hasta la más fina intermediación en el mercado de cambios y créditos.

Tuve hace unos días el inmenso placer de visitar la exposición Simón Ruiz; mercader, banquero y fundador que acoge el Museo de las Ferias de Medina, acompañado por su amabilísimo muñidor, Antonio Sánchez del Barrio, y pude comprobar eso que digo de manera fehaciente.

Confieso que se me iban los ojos hacia las letras de cambio de la época, giradas en Lyon o en Amberes para que vencieran en Medina, o a la inversa; hacia los libros de cuentas, cumplimentados con envidiable pulcritud; hacia los listados (listines) de cotizaciones y cambios de moneda; hacia los conocimientos de embarque con que los fletadores declaraban a la compañía de seguros marítimos la mercancía que por su cuenta transportaba el buque siniestrado; hacia los títulos representativos de mercancías, resguardos de depósitos que permitían exigir su entrega o venderlas sin que se movieran del almacén; hacia las cartas de comisión que encomendaban o liquidaban la realización de operaciones por cuenta ajena, etc., etc.

Y volví a pensarlo: salvo cuatro cosas relacionadas con la aplicación de la informática a los negocios, que en el fondo no son más que adaptaciones tecnológicas, nada nuevo; todo estaba inventado. Aquellos comerciantes del siglo XVI, e incluso ya los de antes, manejaban los conceptos, las figuras jurídicas, los documentos con fuerza probatoria en sus relaciones mercantiles y todo lo demás con tanta soltura como precisión.

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Código de Comercio de 1885

Así que fui repasando mentalmente el índice del Código de Comercio aún vigente, que es de 1885, y todo estaba allí, por su orden (el régimen profesional del comerciante, los tipos de sociedad, los contratos mercantiles, los títulos valores, el comercio marítimo); porque el Código de Comercio es fundamentalmente eso, un compendio escrito y ordenado de reglas propias de la actividad de los comerciantes, que empezaron siendo usos practicados reiteradamente en sus negocios y relaciones profesionales, hasta generalizarse de tal manera entre ellos que llegaban a constituir norma jurídica aplicable sin necesidad de acordarlo expresamente.

Los Tribunales de Comercio, mientras existieron, hicieron el resto, que era darles fijeza, interpretarlos, ampliar su alcance y, si llegaba la ocasión, aplicarlos incluso a las transacciones que los comerciantes hacían con otras personas que no lo eran, pues el poder de los mercaderes y banqueros en las ciudades ayudaba a esa preponderancia. Vinieron luego los monarcas a ejercer su poder normativo con Ordenanzas reales escritas, y en ellas consolidaban las reglas mercantiles como Derecho especial propio de los comerciantes, cada vez más desgajado del Derecho común aplicable al resto de los ciudadanos, que terminaría sedimentándose en los Códigos Civiles del siglo XIX.

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Esta es, obviamente muy resumida, la pequeña historia que da lugar al papeleo que Simón Ruiz manejaba en Medina a medida que su negocio iba creciendo; sorprendentemente, en las dos dimensiones a las que hoy aspira todo buen empresario, que, si no me equivoco, son la internacionalización y la diversificación.

Pujanza medieval

Ahí está el origen de todo lo demás. Es una época de ciudades pujantes, las ciudades medievales que en toda Europa habían ido ganando autonomía y poder, hasta el punto de que los historiadores les atribuyen el carácter de Ciudades-Estado porque ostentaban todos los signos que así lo confirman (instituciones propias, ejército propio, moneda propia); en ellas trabajan y prosperan artesanos de toda índole y, cómo no, mercaderes que van y vienen de un sitio a otro, llevan mercancías de acá para allá, por tierra y por mar, y hacen negocios en ferias y mercados donde se encuentran en fechas y épocas señaladas.

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Proceden de España, de Portugal, de Francia, de Italia, de Alemania, de Flandes, y comercian con todo lo que merezca la pena, sean lienzos, sedas, paños, manufacturas, joyas, libros, obras de arte, etc., pero también, y cada vez más, con derechos, con títulos, con monedas, con créditos, etc., a medida que, sin dejar de ser mercaderes, se hacen cambistas y banqueros aprovechando las crecientes necesidades financieras de su mundo profesional.

Y justamente porque su actividad se hace más internacional y más diversificada, van necesitando nuevos instrumentos jurídicos, nuevas formas de contratar y de asociarse, nuevos tipos y figuras, nuevos documentos, y nuevas reglas, sobre todo nuevas reglas.

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Baste percibir el salto que por esa época se da desde la compañía mercantil más antigua (la llamada sociedad general, o regular colectiva, donde se agrupaban mercaderes poniendo en común sus negocios) hasta la interesantísima «compañía comanditaria», o sociedad en comandita, donde ya había socios financieros que limitaban el riesgo y la responsabilidad a su aportación al capital, normalmente en dinero, como luego ocurrirá más ampliamente en las sociedades anónimas y limitadas.

El rigor de Florencia, Lyon o Amberes

Es comprensible que el Derecho que se aplicaba al resto de los mortales en sus relaciones contractuales no sirviera para ellos; era el sustrato civil del Derecho Romano, demasiado agrario y demasiado flexible en la exigencia de cumplimiento de obligaciones, al que se habían unido algunos ingredientes del Derecho Canónico, demasiado restrictivo para la rentabilidad del negocio.

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Ellos necesitaban rigor: si venían desde Florencia, o Lyon, o Amberes, a Medina, y aquí vencía una letra de cambio que debían cobrar, no podían esperar porque perderían oportunidades de negocio en otro sitio.

Se entenderá bien que una de sus reglas más aceptadas y más generalizadas es la que prohíbe que en el cumplimiento de las obligaciones mercantiles se concedan «términos de gracia o cortesía» (así lo sigue diciendo el Código de Comercio); o la que hace que el devengo de intereses por mora o retraso en cumplir empiece de forma automática, sin necesidad de mucho trámite previo de interpelación al deudor; o la que prima el «sentido recto, propio y usual de las palabras dichas y escritas» en la interpretación de las cláusulas contractuales; o tantas otras que no tendrían mucho sentido en las relaciones entre ciudadanos pero que se explican perfectamente en las relaciones entre comerciantes.

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Si ahora volvemos la vista al fondo documental que se muestra en la exposición, una mínima selección de lo que guarda el Archivo de Simón Ruiz, le podemos ir dando significado a todo lo demás. Me limito a elegir un par de muestras que me parecieron especialmente interesantes para entender el funcionamiento, ya tan avanzado, del mundo de los negocios en la época.

Las letras de cambio

Lo primero de todo, las letras de cambio. Su origen está en un documento que un cambista expedía a favor de un mercader del que había recibido dinero en depósito y que tenía forma de carta dirigida a otro cambista con el que aquel tenía ya relación de cuenta; en la carta le mandaba entregar al mercader una cierta cantidad, de manera que la entrega se produca en otro lugar y en otra moneda para que el mercader pudiera operar allí sin tener que trasladar físicamente el dinero. ¡Ahí es nada¡

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La jerga de la época lo llamaba «contrato de cambio trayecticio» inicialmente usado entre ciudades italianas y pronto extendido a toda Europa. Tales letras (del latín litera, carta) fueron evolucionando para cumplir nuevas funciones, además del cambio, y en Medina se utilizaban ya como medio de pago al vencimiento, para saldar operaciones comerciales con precio aplazado, e incluso como instrumento de crédito, para documentar un préstamo, o sea, como un título negociable con un banquero. Justo lo que luego hemos llamado descontar una letra.

Pero esto que perece tan novedoso en el tiempo lo hacía ya Simón Ruiz en Medina en el siglo XVI, con libramientos a ciudades de Francia, Italia, Alemania o Flandes.

¿Y qué decir del comercio de la lana? Se compraban los derechos sobre la lana de grandes rebaños para cuando se produjera la esquila; en el tiempo que mediaba, y en función de las expectativas, esos derechos se «troceaban» y se cotizaban a oferta y demanda, transmitiéndose en todo o en parte, una o más veces, generalmente con ocasión de las ferias generales que en Medina se celebraban en mayo y en octubre.

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Hoy llamamos a todo eso compraventa de futuros y opciones, mercado de derivados, o alguna que otra cursilería por el estilo. Pero todo estaba inventado. Simón Ruiz lo hacía con la frecuencia y agilidad que sus pulcros libros de cuentas, el Diario, el Mayor y el Copiador, perfectamente diligenciados, ponen de manifiesto.

Cuentas con claridad y exactitud

Y hasta es de suponer que cuando el Código de Comercio llegó a decir que «los libros y cuentas se llevaran con claridad y exactitud, por orden de fechas, sin espacios en blanco, interpolaciones, raspaduras ni tachaduras» (así lo sigue diciendo su artículo 29) pudiera estar pensando en los amanuenses contables, tan cuidadosos, del banquero de Medina.

En fin, que me volví a casa imaginando a Simón Ruiz, ora rezando en la capilla del hospital fundado, ora repasando documentos comerciales y recontando caudales. Le imaginé también con teléfono móvil, con fax, con internet, con jet privado Pensé en lo que hubiera sido capaz de hacer. Pero llegué pronto a una conclusión, que seguramente imaginan.

No hubiera podido hacer cosas distintas a las que hacía, porque las cosas que se hacen ahora no son muy distintas a las que se hacían entonces; quizá las haría un poco más sofisticadas, con más on-line y menos papel, bastante más deprisa, y en inglés. Y eso nos hubiéramos perdido: un impresionante legado documental, escrito en un delicioso castellano.

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O sea, para todos nosotros, una fuente histórica de primera magnitud para el conocimiento de nuestro pasado; y para unos cuantos de nosotros, que nos dedicamos profesionalmente a enseñarlo, un instrumento insustituible para entender la gestación y la evolución del Derecho propio de los comerciantes de entonces y de los empresarios de ahora, eso que llamamos el Derecho Mercantil.

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