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Enrique Berzal
Viernes, 20 de mayo 2016, 11:32
El círculo se cierra. Si en 1970 era Antolín de Santiago-Juárez, entonces subdirector general de Cultura Popular y Espectáculos, quien lograba revocar la prohibición de matar al Toro de la Vega decretada cuatro años antes por el Ministerio de la Gobernación, el jueves fue su hijo, José Antonio de Santiago-Juárez, actual consejero de la Presidencia de Castilla y León, quien enmendaba aquella determinación para retomar por decreto-ley la prohibición de dar muerte al astado. Caprichos del destino o paradojas de la historia, lo cierto es que la decisión de ambos, taurinos de pro, remite a épocas y costumbres diferentes y no puede entenderse sin una adecuada contextualización histórica.
Efectivamente, cuando Antolín de Santiago-Juárez, en unión con otras autoridades y aficionados al festejo tordesillano, logró revocar la prohibición de 1966, eran mayoría quienes pugnaban por retomar el festejo en su formato tradicional, esto es, persiguiendo al toro hasta alancearlo mortalmente. La razón es evidente: yugulada con la Guerra Civil la corriente cultural conservacionista que había arraigado durante el primer tercio del siglo XX, fue necesario esperar hasta la Transición democrática, ya recuperadas las libertades fundamentales, para que el movimiento ecologista español alcanzara mayor relevancia.
Por eso en los años 50, al contrario de lo que ocurre en nuestros días, las protestas más contundentes contra este tipo de espectáculos procedían de fuera y tenían un marcado carácter elitista; concretamente, de la World Federation for the Protection of Animals (WFPA), que ya en 1958 hacía saber por carta al gobernador civil de Valladolid su oposición frontal al Toro de la Vega, «uno de los muchos espectáculos crueles que resultan impropios de la civilización de nuestro siglo y contribuyen a alimentar en el mundo la leyenda de la crueldad de los españoles», señalaba. Como extensión española de la WFPA se creó, en 1960, la Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos (ACCE), con sede en Madrid, entre cuyos escasos pero influyentes socios figuraban Dolores Marsans-Comas, consejera de la WFPA, el conde de Bailén, que la presidía, y la princesa de Hohenlohe.
El contexto político de ausencia de libertades, unido a la débil mentalidad conservacionista existente en España y a la popularidad de que gozaban este tipo de eventos explica que fueran otros factores, y no precisamente la presión popular, los que influyeran en la decisión franquista de prohibir la muerte del astado; el más importante, la voluntad del Régimen de normalizar su situación internacional de cara a los principales organismos existentes. No conviene olvidar, por ejemplo, que en 1962 el Gobierno de Franco había solicitado a la Comunidad Económica Europa la apertura de negociaciones con vistas a una futura adhesión.
Imagen internacional
Para avanzar en dicha homologación internacional era necesario cuidar la imagen del país entre las principales democracias occidentales. Una imagen que, según se desprende de la correspondencia entre el gobernador vallisoletano y sus superiores en Madrid, afeaba sobremanera el festejo del Toro de la Vega, denunciado en todos los foros por la World Federation for the Protection of Animals y objeto de una intensa campaña periodística por parte del citado conde de Bailén, quien, además de presidir la Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos, era ministro plenipoteciario y jefe de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores.
De ahí esa confesión escrita del gobernador Antonio Ruiz-Ocaña al director general de Política Interior en septiembre de 1958: «Examinado el problema para el futuro, no he de ocultarte que habría que hacer la suspensión del espectáculo (del Toro de la Vega), con cierto tacto pues se trata de una tradición de siglos». Y no digamos ya la Real Orden de 1963, que prohibía la crueldad en los festejos populares advirtiendo sobre «los denominados Toro de la Vega, Toro de Fuego, Fiesta de los Gansos, etc., que por ser causa de innecesario sufrimiento para los animales objeto de ellos, desdicen de nuestro nivel cultural y ofrecen, por tanto, un pretexto para que se organicen campañas de descrédito contra España». Es más, la circular recomendaba emprender «una inteligente campaña encaminada a persuadir a los vecinos del lugar respecto de que la desaparición de la fiesta viene exigida por razones de civilidad e interés nacional».
Con tales condicionantes internacionales, defensores a ultranza del festejo como el periodista Eusebio González Herrera o el mismo consistorio tordesillano poco pudieron hacer más que retrasar tres años la prohibición. Para colmo, el Toro de la Vega de 1965 sumó un nuevo agravante al sacar a un astado que, por falta de visión, hubo de ser sustituido por otro que nada más llegar a la calle de San Antolín corneó a un mozo. Como después «alcanzó los corrales sin pena ni gloria», las autoridades procedieron a atar «al verdadero Toro de la Vega, el cual fue llevado desde el puente hasta el pueblo, fue soltado e inmediatamente lanceado, cuando la res se encontraba sin fuerza alguna», relataba el periódico Libertad.
La prohibición de alancear al toro hasta la muerte, limitándolo por tanto a un encierro convencional, se hizo efectiva en 1966. Pero duró poco. La débil mentalidad conservacionista de entonces y la consiguiente ausencia de presión popular en contra facilitó que en 1970, Antolín de Santiago-Juárez, subdirector general de Cultura Popular y Espectáculos, lograra recuperar el festejo en su versión «tradicional», y que algo más de 14.000 personas, según informaba El Norte de Castilla, asistieran ese mismo año a la persecución y muerte del Toro de la Vega.
Ironías de la historia, casi medio siglo después, su hijo, José Antonio de Santiago-Juárez, consejero de la Presidencia de Castilla y León, le ha llevado la contraria decretando nuevamente la prohibición de alancear y matar al astado. Pero lo ha hecho en un contexto histórico y cultural bien diferente, en medio de una creciente presión social en contra del festejo, producto sin duda de una cultura conservacionista cada vez más arraigada, y considerando que el carácter tradicional del mismo no es impedimento para facilitar su evolución y adaptación a los nuevos tiempos.
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