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Víctor Vela
Jueves, 7 de abril 2016, 21:03
Hay ocasiones en que la mirada se dirige a lo que no existe, lo que no está, lo que no se puede ver. Como ese lugar en el que debería haber una pierna. Como ese espacio que tendría que ocupar el brazo que arrancó una mina antipersona. Los ojos quizá se fijen ahí, en la ausencia. «La mutilación, perder un brazo, es una tragedia que lo marca todo, que define a las personas. Si pisas una mina y te vuelan la pierna es una tragedia... pero hay que seguir viviendo», explica José María Rodríguez Olaizola, el autor del libro. Porque un ser humano es mucho más que aquello de lo que carece. Porque «somos más que nuestras discapacidades», apunta Kike Figaredo, el protagonista.
Los dos, José María y Kike, narrador y personaje principal de El corazón del árbol solitario, presentaron ayer el libro durante un encuentro en la sala Borja en el que se habló de héroes («gente frágil que es capaz de hacer lo mejor»), de vidas perfectas que en realidad no existen («porque lo que hay son vidas reales que pelean con las dificultades»). Este libro es la historia de un héroe, de mil vidas reales.
El jesuita Rodríguez Olaizola viajó durante siete semanas a Camboya para acompañar a Enrique Figaredo en su labor solidaria, religiosa, humanitaria. AKike allí le llaman el obispo de las sillas de ruedas. Desde hace años, recorre el país para ayudar a víctimas de la guerra. Muchas de ellas, familias que tuvieron que escapar de su país y de las bombas, víctimas que se vieron obligadas a rehacer sus vidas lejos de casa y en campamentos de refugiados.
Hay ecos que llegan a nuestros días, a nuestras fronteras.
«Cuando veo la situación de los refugiados sirios, de los migrantes en general, siento mucha pena», dice Figaredo. «El mundo más rico, Europa, Estados Unidos... debería dar una respuesta más humanitaria, más acorde con los derechos humanos que tanto se dice defender. Tenemos medios técnicos y económicos para ayudar, hay voluntad ciudadana... pero no decisión política. Los Gobiernos no saben qué hacer. Tal vez el miedo paraliza. Pero esa parálisis la sufre toda esta gente». Figaredo evoca aquella Siria que conoció en 1992. «Un país pobre, es verdad, pero con estabilidad». Y también aquella Camboya de los refugiados de Pol Pot. «El país no se ha recuperado. Ypasará lo mismo en Siria. Hay generaciones que quedarán marcadas. Los niños que hoy huyen de su país dejan de ir a clase, no reciben formación, apenas tienen acceso a la salud, hay una falta de comunidad básica. Y si un día pueden volver a su país, serán los que tengan que acometer la recuperación. Por eso es importante ayudar al refugiado en su formación, en la integración, en su experiencia laboral. Naciones Unidas puede hacerlo con toda tranquilidad, hay agencias humanitarias especializadas en esto», insiste Figaredo. Pero poco se hace. Nada se consigue.
«En estos tiempos de malas noticias, de fronteras cerradas y escepticismo general, hay motivos para creer en el ser humano», concluye Rodríguez Olaizola. Y algunos de estos motivos muestran su cara en este libro. Como el rostro de Wen. Con dos años sufrió un ataque de polio, fue abandonado por sus padres, luego por su abuela. Con cuatro mendigaba por las calles. Con seis estrenó nueva vida. Kike lo encontró y le brindó la ayuda de su comunidad. Es un ejemplo de superación... hoy, con 22 años, da clases de inglés a niños discapacitados y quiere ser traductor. El suyo es solo un ejemplo de la labor que Figaredo desempeña en Camboya, «donde desgraciadamente no todas las historias son así de felices».«El foco está puesto allí, pero ilumina aquí», indica el autor de un libro que es un espejo al que asomarse.
¿Por qué el corazón del árbol solitario? Ese árbol existe. Está en mitad de un arrozal, «en medio de la belleza». «Allí el pastor se refugia, es sitio de acogida, un ser vivo que ha echado raíces en una tierra diferente», aseguran autor y personaje de un libro editado por Salterrae y disponible ya en las librerías.
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